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Revista electrónica editada por estudiantes y profesores de español de:
Flores de Nieve, Centro de Enseñanza para Extranjeros UNAM

Cuentos, poemas, creaciones

El gatito negro[1]

por John Dennis Clarkson*

Fotografía:

—Es toda una batalla, sí señores, que no se les olvide esto—, pontificó el Dr. Guillermo Speedbreath mientras alisaba la tela pegada a los pliegues agudos de los pantalones de su traje de paño. Me preguntaba por qué persistía en cruzar las piernas si se preocupaba tanto por las arrugas. —Casi todos los pacientes han estado aquí o en otra institución la mayor parte de sus vidas, —continuó el psiquiatra, —y han desarrollado muchas estrategias para frustrar nuestro tratamiento. Ustedes, el personal, deben estar vigilantes, pues los pacientes procurarán humillarlos o castigarlos en toda oportunidad que se lo permitan. Son pocas las veces que se vuelven violentos, pero de todos modos hay que tener cuidado—. El Dr. Speedbreath había trabajado en la Casa Michigan por más de treinta años y sabía de lo que hablaba. La jerarquía allí fue clara y rígida: el Doctor Speedbreath era el Director y tenía nombre y título; en cambio, nosotros éramos colectiva y sencillamente “el personal”; los de más abajo eran los pacientes, o “residentes”, como nosotros el personal solíamos llamarlos.

El doctor podía ser agradable, aunque de manera tensa, y muchas veces sus intentos de pasar por cordial estaban matizados de condescendencia, de la cual él estaba lamentablemente inconsciente. El doctor sabía qué era lo mejor para los pacientes: más que nada, él los medicaba y a nosotros nos tocaba ayudarles a resolver los problemas que producían los efectos secundarios de la medicación.

Melissa era una pintora cuyas astutas miradas esporádicas revelaban que entendía mucho más de lo que fingía. Sus cuadros eran asombrosamente vivos, a veces abstractos, a veces realistas, siempre destacables. Ella había sido residente de la Casa Michigan por doce años. Durante ese tiempo, las drogas que el Dr. Speedbreath había prescrito hacían su magia: no la habían curado, pero por lo menos Melissa ya era complaciente. A causa del uso a largo plazo de los neurolépticos, Melissa había desarrollado un síndrome nervioso que le causaba contracciones repentinas y que se relamiera e hiciera muecas de dolor (o de asco) involuntarias. De vez en cuando, su pierna izquierda le temblaba violentamente y sus dedos se movían como si tocara una guitarra invisible. Aunque ella nunca se atrevió a decirlo directamente, algo estaba muy claro: a Melissa no le cayó bien el Dr. Speedbreath. De hecho, le cayó muy mal. Por suerte, Melissa no era violenta— por lo menos la mayoría del tiempo.

Cuatro veces al año los residentes organizaban un evento social al que invitaban a los vecinos. En la reunión los residentes decidieron montar una exposición de las obras de arte de Melissa. Ella dijo poco durante la reunión, pero lucía muy contenta. Mencionó solamente que a ella le gustaría que el Dr. Speedbreath asistiera como invitado de honor. Ya que nos sorprendió su repentino cambio de idea en cuanto al Director, nos aseguramos de que su nombre encabezara la lista de invitados. Melissa, a quien el simbolismo le importó mucho, estaba encantada con el lugar de honor que habíamos denominado como Dr. Speedbreath.

Todos los días Melissa preguntaba si el Dr. Speedbreath había aceptado la invitación. Cuando le aseguramos que sí lo había hecho, una mirada llena de alegría le pasaba por la cara. Pidió que también invitáramos a toda la junta directiva de la Casa Michigan, agregando que le parecía justo que los jefes del invitado de honor asistieran al acontecimiento. En vista de que la junta directiva recientemente había reducido el presupuesto para los acontecimientos de los residentes, pensamos diplomáticamente correcto invitarles a ver qué tan importante era este programa para el bienestar de los residentes.

Finalmente el día de la exposición llegó. Nos enteramos de que Melissa había colocado un bate de béisbol en la esquina del cuarto donde se iba a pasar la exposición. Cuando le preguntamos el porqué, ella nos informó: “En caso de que alguien intente robarme el arte...” Su rostro desdecía las palabras. Le garantizamos que sus cuadros estarían seguros y le animamos a sacar el bate del cuarto. Ella insistió en que permaneciera allí. Después de una negociación intensa, Melissa quedó en poner el bate en el armario del cuarto fuera de la vista de los invitados.

El Dr. Speedbreath fue el primero que llegó a la exposición, y en pocos minutos la junta directiva completa lo venía siguiendo. Melissa los acompañó al cuarto de exposición iluminado por una luz tenue. Una pintura abstracta rendida en acrílico estaba en el centro del cuarto. El cuadro constaba de patrones en blanco, negro y gris que se arremolinaban en una forma que te llevaba hacia adentro de la pintura y dirigía la vista a un punto rojo colocado en la esquina izquierda de la parte inferior. El punto rojo era el único color en el diseño monótono. Era también la única parte de la pintura que tenía textura. Al ser examinado cuidadosamente, se veía que el punto rojo, aproximadamente del tamaño de una moneda de a diez, estaba compuesto de círculos concéntricos que sobresalían del lienzo. Fue el punto focal que prestó un aspecto de tres dimensiones a un mundo monótono captado en la tela.

Melissa tomó al Dr. Speedbreath por la mano y lo dirigió hacia su pintura. Speedbreath sabía que la junta directiva no estaba satisfecha de su indiferencia hacia los pacientes, por lo que fingió interés en el cuadro. Melissa le alienta a estudiar la pintura. Él accede y su atención es llevada inmediatamente hacia adentro del pequeño punto rojo. Melissa le susurra: —Agáchese, Dr. Speedbreath, y mire de cerca el pequeño punto rojo—. Ante nuestra sorpresa, Speedbreath aceptó. —Más cerca, —Melissa dijo casi sin aliento. —Si usted se arrodilla, lo puede ver mejor—. El espectáculo del Director arrodillado ante el cuadro llamó la atención de los demás invitados y se hizo un silencio en la reunión. Todos miraban con sorpresa al Doctor Speedbreath.

—Veo que no has puesto ningún título a tu obra, — Speedbreath anunció con un tono ufano y con voz justamente alta para que los miembros de la junta directiva se dieran cuenta de su supuesto interés en Melissa. —Agáchese más, doctor. Coloque las palmas en el piso y mire dentro del punto rojo. Allí está escrito el título en letra muy chiquita. No lo verá a menos que usted se acerque más al punto rojo—. Una expresión de ansiedad domina el rostro de Melissa y me doy cuenta de que está echando vistazos hacia el armario. Speedbreath obedece otra vez. Está de rodillas. Sus palmas están plantadas en el piso alfombrado y tiene la nariz casi pegada al pequeño punto rojo.

Mientras la junta directiva contempla lo ridículo que se ve el estimado Director, Melissa anuncia con voz tranquila, firme y clara: —Llamo a este cuadro ‘El culo rojo del gatito negro’—.

* Estudiante estadounidense de Español Superior 1

CEPE-UNAM, México, D.F.

jdclarkson@earthlink.net



[1] Este cuento está basado en una experiencia que tuve cuando trabajaba de interno para la maestría en psicología. He cambiado los nombres para respetar la privacidad de los caracteres. Lo he embellecido muy poco.

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