6. La vida cotidiana en el metro: cuatro entrevistas

por Matthew Timothy Cashen*

Entre los miles de pasajeros que diariamente suben al metro, hay miles más que permanecen en el metro como trabajadores de varios tipos. El pasajero se puede encontrar tanto con todos los obreros y profesionistas que igual están en todos los metros del mundo, como, además, con los trabajadores que no juegan un papel oficial. Tal es el caso de los músicos que tocan por unas cuantas monedas, hasta los “toreros” que venden cosas que caben dentro de una mochila. Esta vida cotidiana es un mundo propio debajo de las calles de la ciudad, el cual ofrece mucho a la experiencia turística.

En la entrada de la estación Copilco, un joven, “Juan”, está arreglando sus objetos para que los vea la gente que pasa. Vestido de pantalones morados de terciopelo y una camiseta negra de la misma tela,  su ropa es una señal de lo que vende: pulseras de plata y piedra, “patches” de nazis y perritos cojos, anillos como armaduras, junto con unas playeras de la UNAM. Además, Juan lleva el cabello largo por atrás, con espinas en la parte superior, tiene maquillaje en toda su cara, incluyendo su barba.

Juan se ve inseguro y sospecha de las personas que hacen preguntas, explicando:

—No puedo estar aquí, después de un rato tendré que irme...es que no tengo permiso para vender aquí—. Juan es un “torero” o “trapero”, que son las personas que venden cualquier cosa en la entrada del metro o sus alrededores. Juan me explicó que la policía pasa aproximadamente cada treinta minutos para correr a todos los “traperos” o vendedores informales que encuentre. En ese momento él tiene que recoger todos los objetos en su trapo y retirarse rápidamente. Dice que no le es posible pagarle a la policía una multa o “mordida” para que lo dejen quedarse en un lugar quieto. Por eso uno puede ver a los “traperos” siempre arreglando sus cosas, porque, como Sísifo, del mito griego, nunca pueden descansar. La mayoría de los objetos que ofrece vale 25 pesos, y dice: —Algunos días gano 200 pesos, otros, ni cinco—.

Cuando llueve, Juan busca un techo y toca su guitarra. Dice: —No sé cuánto tiempo tengo aquí. ¡De verdad! — y parecía que no quisiera pensar más en esa idea.

―Hasta las once de la noche todos se van....no hay horario aquí. Estoy aquí todo el día—.

 Al final de la charla Juan no permitió que le tomara una foto ni a él ni a su puesto con el trapo y los objetos

Al pie de la escalera en esta estación está Josefina Ramírez, una mendiga que lleva un rebozo gris que cubre todo su cuerpo hasta sus anteojos. Me pide una moneda con una mano abierta, con una voz temblorosa y débil. La señora Ramírez ha sido viuda hace ocho años. La mayoría de los días está en el metro, pidiendo lo que ella llama “monedas del corazón”. Desde la muerte de su marido, ella entregó su vida a la voluntad de Dios. Me explicó que a pesar de que tiene dos hijos, ya la olvidaron, y que aunque uno de ellos está en Estados Unidos, ella no recibe nada de ninguno. Durante su vida, su marido era obrero, y ahora, ella tiene que pedir “unos pesitos” para pagar la renta. Mientras hablábamos, ella volteaba su cabeza, pidiendo limosna a la gente. Su voz subió cuando describió a las personas que le dicen cosas desagradables a ella, como “busca un empleo” o cosas así.

—Estoy como una corriente de aire- me dice, -a veces estoy aquí, y a veces me botan; estoy a la voluntad de Dios—.

Más adelante en el corredor, Fernanda Millares está vendiendo libros para el programa “Un Metro de libros”. Ella es una alumna de la prepa y tiene ocho meses en ese lugar. Ella, sin respeto a su edad ni a sus estudios, trabaja ahí seis horas diarias, de lunes a sábado. Aunque no está segura, desea estudiar dirección de arte. A ella le agrada trabajar en el metro”¡porque hay tantas cosas que ver!”. Con frecuencia las personas dicen cosas locas, o se comportan como babosos. Ella se asusta cuando se pelean en el metro, y aunque hay vigilancia, dice que a veces no hay nadie. Ella explica que sí es difícil estudiar con tal empleo, pero que va a continuar así.

Lorena es una de las vigilantes de la estación, de más o menos treinta años, que está cerca de los torniquetes, con el uniforme azul oscuro. Me explicó que es un servidor público, y que está en el metro “para ver que todo esté en orden”. Ella ayuda si alguien se siente mal, o si alguien se cae de las escaleras. Si llega a haber problemas con el tren, ella puede ayudar. Me explicó que en este momento ella trabaja en el Metro Copilco, lo cual le gusta por la tranquilidad. En sus cuatro años como vigilante ha sido asignada a otras estaciones en diferentes partes de la ciudad. Después de haber visto todas las estaciones, me recomienda visitar la del Zócalo, por la cantidad de gente y por la vida cotidiana; y también cualquiera de las correspondencias, como Centro Médico, por la calidad de las obras de arte expuestas ahí. Le pregunté a Lorena si a veces hay peleas, porque a Fernanda le preocupaban mucho. Contestó que no le asustan mucho, en especial porque si ninguno de los dos pidiera ayuda, ella no tendría que intervenir. Le gusta su empleo y va a continuar con él.

Estas personas, y muchas más, juegan papeles importantes que dan colorido al metro de la ciudad de México. Para el turista, las historias más comunes deben ser las más informativas acerca de la vida cotidiana. La verdad es que aunque los grandes museos y atracciones brillen desde lejos, hay un poco de todo en cada paso del metro.