Hay parques tan llenos de parejas enamoradas que se sientan a la
puesta del sol en los bancos viejos y que se besan y se cuchichean palabras
amorosas y promesas que nunca serán cumplidas, tan ruidosos de niños riendo y
carcajeándose mientras se suben y bajan de los columpios y del sube y baja, tan
memorables en un sentido triste por haber sido el lugar en el que el año pasado
secuestraron a un inocente niño de cuatro años que en ese horrible momento sólo
pudo dejar su grito y su bicicleta con la rueda trasera todavía dando vueltas
en mi memoria, tan misteriosos mientras contemplo las hojas otoñales que
susurran y giran locamente tocando primero la tierra y luego el cielo en un
interminable círculo que se mueve como si estuviera bajo el encantamiento de un
mago, tan desolados porque desde el día del secuestro ninguna de las madres
permite que sus hijos jueguen solos, tan coloridos con la llegada de la
primavera -donde uno puede apreciar lo brillante de los tulipanes morados,
rojos o amarillos, de los narcisos inclinando sus cabezas blancas como si
hicieran una reverencia a la Madre Naturaleza y de los jacintos rosas y morados
que exhalan un perfume enloquecedor -que parecen un cuadro de Monet-, tan
consoladores para las mujeres rendidas por las horas de trabajo en casa y que
ahora caminan lentamente al parque una hora antes de la llegada de los esposos
–que regresan hambrientos de sus trabajos- para leer la novela o el libro de
poesía que había estado sobre su mesa de noche durante meses recogiendo polvo y
que hasta hoy sólo había sido otra cosa que desempolvaron, tan alegres mientras
una niña de seis años celebra su cumpleaños jugando al escondite, corriendo con
enormes globos y comiendo deliciosos platos de fajitas, tamales y tacos con su
familia y amiguitas ignorantes del secuestro del año pasado, tan llenos de
chavos afortunados que juegan al béisbol año tras año desde que tenían seis,
celebrando sus jonrones y enorgulleciendo a sus padres, quienes los miran con
ojos lagrimosos –felices por sus hijos y tristes por sí mismos, porque no
pudieron jugar debido a sus largas jornadas calurosas trabajando con sus
hermanos y familiares en la granja, cosechando con las manos el maíz para que
la familia pudiera sobrevivir-, tan
pacientes en espera de que los niños, las madres y las familias se detengan y
aprecien la belleza, la tranquilidad de la naturaleza con que Dios nos bendijo,
el canto de los pájaros innumerables y
coloridos de ese lugar de reposo (sin televisiones, sin teléfonos celulares,
sin los gritos de los jefes, sin la congestión del tráfico) que los invita a
descansar como en el séptimo día de la creación, que no tienen árboles.
* Estudiante de Conversación Avanzada
ESECH-UNAM en Chicago, Illinois,
EUA
Foto: Diane Lyons, Otoño