Santa Barraza es una de las fundadoras del
Arte Chicano. Esta artista plástica se dio a conocer ampliamente en el medio
mexicano en 1979, durante el intercambio de ideas y experiencias entre los
artistas mexicanos y los artistas chicanos. Fue muy importante ese encuentro,
porque abrió un camino sólido de colaboración y entendimiento. Santa Barraza se
revela entonces como una artista de gran iniciativa al emprender una lucha por
“la causa”, la del movimiento chicano, la lucha por ser vista y escuchada. Esta
postura es la que define gran parte su obra.
En México, la pintura de Santa Barraza es muy significativa si la
analizamos a partir de tres parámetros: el de la ruptura de los límites geográficos
oficiales impuestos a la cultura de la región; el de la influencia de los
pintores mexicanos en los pintores Chicanos; y el de la resimbolización como
bandera de “la causa”.
La ruptura del cerco cultural oficial
Durante la primera mitad del siglo XIX, el interés de los pintores
viajeros que llegaron a México se centró en plasmar las “vistas” de plantas,
animales, gentes, costumbres, rincones urbanos y ruinas arqueológicas, No
rompieron con el interés romántico de la época, al cual le interesaba captar lo
nuevo, lo exótico que aportaba el continente americano.
A principios del siglo XX, Leopoldo Batres
inició los primeros estudios arqueológicos serios en Teotihuacan. Sin embargo,
prevalecieron, tanto en Batres como en sus colegas contemporáneos, criterios
europeos de análisis e interpretación de las culturas prehispánicas. En 1943,
el antropólogo alemán Paul Kirchhoff sentó las primeras bases para el estudio y
la comprensión de las culturas precolombinas, al usar tres conceptos esenciales
para delimitar y caracterizar grandes áreas culturales, a las cuales identificó
como Mesoamérica, Aridoamérica y Oasisamérica.
Durante las décadas siguientes, algunos
arqueólogos y antropólogos aplicaron mecánicamente los conceptos de Kirchhoff,
al concebir las tres áreas culturales encerradas en límites geográficos
específicos y con poca relación entre sí, forjándose de esta manera la versión
oficial de estas culturas: Mesoamérica, que ocupaba el área continental del
centro y sur de México y buena parte de Centroamérica; Aridamérica, localizada
en los semidesiertos mexicanos que comprenden los territorios actuales de Baja
California Norte y Sur, Tamaulipas, Sinaloa, Durango, Zacatecas,
Aguascalientes, Guanajuato, Querétaro y San Luis Potosí; y, finalmente,
Oasisamérica, que fue una mancha verde en medio del desierto que se tiende
entre los Estados Unidos y México, desde Arizona y Nuevo México hasta Sonora y
Chihuahua.
Así, mientras la escuela mexicana de
antropología centraba sus esfuerzos en el estudio de Mesoamérica, los artistas
chicanos, entre ellos Santa Barraza, con su movimiento por “la causa”, fueron
aportando importantes testimonios y símbolos de las regiones de Aridoamérica y
Oasisamérica, hasta que, con su obra, casi obligaron a los arqueólogos y
antropólogos mexicanos a volver la vista hacia el norte en los años ochenta.
Fue entonces cuando se aceptó que las áreas culturales no constituían universos
cerrados, que tampoco eran completamente distintas entre sí, como lo prueban
innumerables objetos recién descubiertos que muestran rasgos comunes, y que
inclusive, ofrecen ya con claridad un testimonio de los contactos comerciales
entre las tres áreas. De esta manera, fue puesta en entredicho la
“exclusividad” de la historia de la época prehispánica, argumentada hasta
entonces por los mexicanos.
Es interesante notar que Santa Barraza, quizá
la más tenaz en su cruzada por encontrar sus raíces culturales, por
reafirmarlas, haya centrado su búsqueda en la tradición oral. Esta larga
transmisión de mitos, de historias repetidas una y otra vez, de generación en
generación, por los miembros de la familia para conservar la cohesión y la
memoria histórica de su grupo étnico, adquieren toda su dimensión cuando ponen
de relieve la cuestión de que no se puede olvidar ni menospreciar el peso de
los siglos precolombinos y coloniales que le dieron vida propia a la región
antes de su anexión a Estados Unidos.
En la pintura que Santa Barraza llamó “La diosa del maíz y la Llorona”,
logra la artista sintetizar dos momentos históricos, el prehispánico y el
colonial. En ella la autora toma iconos de la escritura náhuatl y enmarca sus
imágenes como códices; usa la numeración prehispánica de puntos, así como
múltiples símbolos: el sol, con un círculo cruzado por los rayos solares; el
frontalismo de las figuras humanas; la descripción de la flora y la fauna,
compartiendo este rico universo con la imagen colonial de la Llorona. Otras
pinturas representan también este concepto, tales como: “ Códice II”, “La
Llorona II” y “Fertilidad”.
La influencia de los pintores
mexicanos en los pintores chicanos
Indudablemente, la pintura mural mexicana a principios del siglo XX
logró trascender como el arte más significativo de nuestro país. Por diversas
circunstancias, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Diego Rivera
realizaron importantes obras en los Estados Unidos, además de desarrollar
múltiples relaciones con los pintores estadounidenses (como la de Siqueiros y
Jackson Pollock), pero fue con los artistas chicanos con quienes lograron
formar escuela.
Mientras la nueva generación de pintores mexicanos en los años sesenta
(José Luis Cuevas y Vicente Rojo, entre los más destacados) se ufanaban en
pregonar que la Escuela Mexicana de Pintura había muerto y que sólo el arte
abstracto tenía sentido, el movimiento artístico chicano retoma el estilo y los
símbolos de la pintura mural mexicana. Prolifera la pintura mural para
delimitar los barrios de La Raza, así como los elementos del paisaje y
surrealismo mexicanos, que marcaron el inicio de todo un movimiento artístico
de gran importancia en la historia de los Estados Unidos.
En la obra de Santa Barraza podemos apreciar
esa influencia en la manera en que la autora resuelve sus figuras siempre
inmersas en un paisaje, especialmente en el uso tan destacado y personal con el
que trabaja la planta del maguey, que da a sus representaciones un aspecto
magnífico. Podemos también observar una clara influencia de Frida Khalo en el
uso que hace de la efigie femenina como el centro de la composición, siempre en
un primer plano, como las figuras que nos presenta la artista en: “Retablo de
la Llorona II”, “La Malinche”, “Desnudo con Alcatraces”, entre las más
destacadas.
La resimbolización y la bandera de La Causa
El movimiento artístico chicano nos ofrece
una resimbolización de los elementos
culturales mexicanos; la llamamos resimbolización
porque no es ni una copia ni una recreación, como pretenden algunos críticos.
La resimbolización va más allá de lo
formal, pues se presenta acompañada de relaciones nuevas, de esa parte de la
historia chicana que no se había tomado en cuenta hasta que artistas como Santa
Barraza empezaron a hacerlo.
“Nepantla” es una obra muy significativa, porque nos muestra el maguey,
el nopal y los alcatraces como las raíces de las cuales emerge una mujer
indígena, que por su estatura y su peinado nos refiere a las mujeres indígenas
del norte del país. El rico colorido de su atuendo con grecas nos recuerda la
decoración de las vasijas del desierto. Lleva en su espalda dos grandes
símbolos: la Virgen de Guadalupe y la greca azteca, la Virgen como la madre de
todo un continente que se asoma al mundo, ya no flanqueada por ángeles, sino
por la greca azteca. Esta mujer de espaldas, con su colorido, su bordado, su
tradición, es una imagen bella y fuerte.
Con “La lupe lejana” nace una obra otra vez con el maguey, la planta por
excelencia del desierto. Lupe nos mira de frente, con un manto bordado a la
usanza indígena y tiene tras de sí el pasado prehispánico como si fuera una
nueva diosa.
“Mi mamá con maguey” cierra esta especie de trilogía en donde la
ascendencia directa remite de nueva cuenta a la tierra, a la planta y a la
familia, la cual, aún si vive en una sociedad moderna estadounidense, no ha
perdido nunca sus raíces.
Para la historia del arte mexicano contemporáneo, la obra de Santa
Barraza es una muestra valiosa de testimonio, cargada de símbolos y a la vez de
fuerza. En su arte, logra la autora, en virtud de sus convicciones, brindarle a
su pintura un carácter auténtico y sincero.
* Profesora de Arte
CEPE-UNAM, México, D.F.