De las dificultades de nadar en México
( o cómo nació una amistad inesperada)
por Patricia Curbillon*
El
techo de la alberca olímpica Francisco Márquez se cayó por las inundaciones de
agosto.
En la alberca olímpica de
la UNAM no se puede hacer ningún trámite antes de un mes, porque están
cambiando las reglas.
Está bien. Olvido la
gloria griega de las olimpiadas.
Voy a ver las albercas
privadas.
Con el dinero que piden,
podría pagar el arreglo del techo de la primera alberca. Además te imponen comprar
el traje de baño y la gorra del lugar mismo.
Está bien .Olvido la
publicidad, vuelvo a lo público.
¿La alberca del Centro
Médico?
Tiene un problema con el
calentamiento del agua. ¿El agua a temperatura ambiente no puede ser tan frío
en México, no? Teóricamente el frío ayuda a nadar más rápido. Pero no necesito
nadar más rápido.
Olvido el estoicismo.
Hace dos meses que busco
desesperadamente una alberca para nadar. Al inicio me parecía una cosa sencilla
pero ahora se me hace que es un verdadero desafío.
México es la ciudad de
los excesos, se encuentra todo, por todas partes, pero eso no significa que el
acceso a las cosas sea fácil.
La mayoría de los
extranjeros del CEPE engordaron desde su llegada a México, por el cambio de
comida y el modo de comer; pero los que más engordaron no son los que comen
más, son los que han dejado de hacer deporte.
No es tan fácil encontrar
el espacio adecuado para el florecimiento del
cuerpo en México.
En resumen, estoy
desesperada: todas mis investigaciones se quedan en vano y pensar que México
está construida sobre agua me da más pena.
Hasta que surge un rayo
de sol o mejor, una gota de agua: a pesar de su techo desaparecido (al fin es
como una alberca abierta, ¿no?), la alberca olímpica Francisco Márquez ofrece
clases de natación. ¡Finalmente! Llamo por teléfono para conocer los
requisitos. No los proporcionan telefónicamente, hay que ir a leer la
convocatoria. Está bien, voy con entusiasmo y esperanza.
Una señora amable me
ayuda a entender el texto incomprensible de la convocatoria.
El doce de
febrero tienes que ir a la oficina del deporte, tal dirección a tal hora, para
pedir una ficha de inscripción, y determinar tú misma tu nivel.
Oficialmente es a partir
de las nueve, pero ella me aconseja venir a las siete porque habrá una gran
cola.
Después tienes
que hacer un examen médico tal día a tal hora, en un centro médico de la
delegación Benito Juárez. Puedes…
¿Sólo en la
delegación Benito Juárez?
¡ Sólo!
Puedes hacerlo
aquí en la alberca. Cuesta veinte pesos y se paga exclusivamente con tarjeta.
¿Exclusivamente? Son
sólo veinte pesos!
¡Exclusivamente!
Evito contar todos los
otros detalles complicados, son demasiados.
Después tienes
que venir aquí tal día a tal hora con todos los documentos para recoger la
ficha de evaluación.
Un señor simpático se ríe
y me dice:
¡Estás en México!
¡Hay veinte millones de habitantes!¡Todos quieren tomar clases!
Todos no, pero muchos sí.
La señora nunca termina
de recitarme su texto:
Con la ficha de
evaluación, tienes que volver el veintidós de febrero para que te evalúe un
profesor. Si te equivocaste en tu autoevaluación y no pasas el examen, pierdes
la inscripción.
Quizás es mejor decir que
no sé nadar.
Pierdo el entusiasmo,
sólo queda la esperanza.
Me siento en un callejón
kafkiano. Todos esos trámites parecen una prueba de resistencia: demasiada
gente, demasiados trámites.
¡Estás en México!
repite el señor, divertido por mi incomprensión del sistema. Había venido para
inscribir a sus dos hijas.
Mi problema es que voy a
viajar en dos días y no voy a estar en México el doce, el día de la
inscripción.
De nuevo un obstáculo,
pero esta vez depende de mí. Tengo que encontrar una solución, porque estas
clases me parecen la última oportunidad de poder nadar un día en mi vida
mexicana.
No puedo imaginar pedirle
a un amigo venir hasta aquí el lunes a las siete de la mañana para hacer una
cola de dos horas, por un papel sin valor.
Como todavía tengo
esperanza, y el señor me cae muy bien, me atrevo a pedirle el favor:
¿Usted me podría
considerar como su tercera hija y recoger una ficha de inscripción para mí
también?
Muy amable, el aceptó.
Empezamos a platicar para arreglarnos, pues me cuenta un poco de su vida,
cuántas esposas en cuánto tiempo, cuantos niños en qué orden… Me dice que
trabaja como taxista.
¡Qué bueno!
Necesito un taxi de confianza.
Por fin me siento
aliviada, liberada de Kafka.
Dos días después, el
señor me llevó al aeropuerto.
¡Cuanto me gusta esta
casualidad que transforma un problema inesperado en una amistad inesperada!
* Estudiante francesa del curso de Crónica
CEPE-CU, UNAM, México, D.F.
minidou80@hotmail.com