Un mercado con piel de mural
Lyvia Torres Roldán*
La búsqueda de una trenza de ajos me llevó a visitar el Mercado de San Ángel. En los dos únicos locales donde las venden se habían terminado; entonces la marchanta me ofreció que la conseguiría.
Supe que debía esperar un tiempo. Acepté. Era una buena oportunidad para recorrer el mercado al que acudo sin detenerme a observarlo.
Salí para verlo de frente, su arquitectura con arcos en la fachada y la distribución de sus corredores lo hacen muy llamativo y diferente a otros mercados de la ciudad. Al estar cubierto por un mural que lo envuelve como una piel, se convierte en un recinto de arte, relleno de frutas, flores, juguetes, como una piñata. Me detuve un momento en la banqueta para ver el mural hacia arriba y tratar de identificar las incontables figuras que ahí están plasmadas.
A los murales hay que verlos completos a cierta distancia, me dijo mi profesor; se deben observar en todos sus detalles, cuando la imagen completa se ha integrado se pasa a analizar sus significados. Entre los colores utilizados en este mural predominan el ocre, el amarillo y el negro. Con estas tonalidades se delinean las siluetas de los personajes que habitan el mural.
Como la curiosidad era mucha busqué más información sobre el mural. Un vendedor me remitió a unas listas escritas en metal colocadas una frente a la otra, puestas sobre unas columnas, donde se pueden leer los nombres de los protagonistas. Hacía ahí me dirigí. Una de las columnas colinda con un puesto que con la exposición de sus productos cubría la lista; tenía tendidas sobre ésta unas alas de ángel de tul cubiertas de plumas blancas, disfraz para niños en las pastorelas. Pedí permiso para levantar las alas y me encontré con un cable de luz atravesado en el aire horizontalmente, "un diablito" [1] ; qué contraste con lo angelical. La amable vendedora me auxilió y sostuvo levantado el cable con una escoba para que pudiera leer los nombres. Y ahí se develaron los de personajes populares del cine mexicano, la música y artes plásticas, igual que los de intelectuales que han destacado en la vida pública de nuestro país.
En el frente exterior del mural se pueden ver a Lorenzo Meyer cerca del autor Manzanero, al hacedor de “música mágica” Moncayo, Agustín Lara, Los Pedros: Vargas e Infante, Consuelito Velázquez, Buñuel y muchos más conviviendo en franca alegría con otros cineastas, escritores, periodistas, algunos vivos aún, otros no.
Volví al corredor principal de acceso al mercado para ver la parte interior del mural; leí la siguiente placa de metal colocada en la columna junto a una marisquería, en esta se señala su nombre: “De Tenanitla a San ángel”. Autor: Ariosto Otero.
Nuevamente se hace referencia al interminable desfile de personajes que lo integran: Octavio Paz, Siqueiros, Rulfo, Lucha Reyes, Orozco, Vasconcelos, Rivera, Monsiváis, Julio Scherer, Pedro Armendáriz, Ramírez Heredia (personaje de mural este último, ya que aparecía también en la famosa pintura de la cantina La Guadalupana, de Coyoacán), más otros muchos nombres distinguidos y que como cita su autor, Ariosto Otero, son “aquellos intelectuales que de alguna manera se han comprometido con la Patria”.
Frente a esta cara del mural se encuentra desplegada la historia de la evolución del tianguis, pasando a ser central de abasto y concluir en este tiempo con el mercado actual de San ángel. En el centro presiden el mural los dioses Xochipilli, dios mexica del amor, las flores, la danza, la belleza y relacionado con otros dioses del maíz; y Yacatecutli, señor de los mercaderes y viajeros.
A un lado de la fachada se encuentra una extensión dedicada a la historia de la Revolución, tema muy socorrido en el muralismo mexicano.
Era tiempo de volver por la trenza de ajos. Es de notar que en diciembre, el ya de por sí abarrotado mercado de San ángel, se adorna en su vendimia con objetos navideños y se cuelga de todo, como en árbol de Navidad.
En el corredor de la entrada principal tuve que salvar varios obstáculos de los puestos que instalan sólo en esta época del año; brinqué sobre las pacas de musgo y el heno para los nacimientos. Se ven muchos pinos artificiales cubiertos con nieve, al igual que flores de Nochebuena naturales y otras de terciopelo rojo, esferas de todos los colores y tamaños. Lo que me sorprende es ver sobre los mostradores de los improvisados locales los borreguitos de barro pintados de blanco formando hileras como destacamentos militares, parece que en su colocación miden los centímetros de distancia entre ellos.
Me gusta ver a los niños dios con sus ojitos de vidrio cubiertos con pestañas postizas con un aire de ternura que invita a arrullarlos. Sobre las pacas de heno las vacas, los burros, chivos, más borregos al lado de los pozos de cerámica, los ríos de resina pintada de azul, las cascadas de hilos brillantes y estrellas, muchas estrellas de cartón cubiertas con diamantina.
En abierta competencia destacan los Santa Claus con sus ropajes rojos igual que sus gorros, con los tradicionales Santos Reyes de todos tamaños cabalgando sobre elefantes, camellos y caballos.
Las luces para los árboles navideños destellan sin cesar, giran en círculos, se apagan, se encienden de nuevo, algunas danzan con música de fondo con villancicos importados.
Las infaltables piñatas de picos de colores brillantes simulan estrellas. Las voy siguiendo colocadas en fila rumbo al interior del mercado, que brilla también por su limpieza.
No puedo evitar tocar la piel de una manzana roja, redonda, enorme, colocada en forma de pirámide con montones ordenados de otras iguales. Pido permiso a la marchanta para tomarla y olerla, prometo comprarla. El diálogo entre marchantes es de ida y vuelta, la palabra “marchante” tiene su origen en la palabra francesa marchand: comerciante. Nosotros la empleamos indistintamente para compradores y vendedores.
La amabilidad y la calidez de los marchantes son muy gratas, siempre bromean, se prestan al regateo que termina generalmente en intercambio de sonrisas. Percibo el cambio de los olores en el trayecto, entre guayabas, peras, pescados frescos, inciensos, comida de las fondas y flores amarradas en ramos que colocan frente a mis ojos. Cómo negarse a tenerlas.
Las voces de los marchantes suenan como coros siguiendo el paso en cada local. Me detengo a tocar las cazuelitas de barro que me remiten a mi niñez, las canastas tejidas, las muñecas de trapo: quisiera tenerlas para jugar nuevamente con ellas a la comidita hecha con polvo de ladrillo mojado y chapulines.
Al llegar la marchanta, me muestra la trenza, la aprieta con los dedos para que vea qué fuertes son los ajos frescos y convenimos en el mejor precio. Pronto lucirá colgada del marco de la puerta de la cocina.
Al despedirme y abandonar el mercado volteo para ver nuevamente su mural piel, pienso en esta maravillosa ciudad, abigarrada, excesiva, ruidosa, colorida, amable, sonriente, vital, cálida, que lleva el arte hasta sus mercados, que se niega a sucumbir a las ofertas de las modernas tiendas y que conserva sus tradiciones como parte de su identidad.
[1]En México les dicen "diablito" a las conexiones eléctricas clandestinas que se hacen para no pagar el consumo de energía eléctrica. ↩
*Estudiante mexicana del Taller de Crónica Literaria.
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México.
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