Crónicas, cuentos y anécdotas |
El senderoErika Villalobos Torrijos* |
Antes del antes, en el comienzo de la eternidad, cuando las estrellas aún no conocían la envidia, el dios Curicaueri hacía todas las tareas para que existiera el verbo existir. No había día, no había noche, sólo infinito entre el infinito. Transcurrían los años que no se pueden contar, hasta que Curicaueri abrió sus brillantes fauces, emitiendo un sonido tan bajo que sólo los mismos dioses podrían haberlo escuchado. Así fue como el Dios conoció el hastío. Al entender la causa del sonido Curicaueri decidió delegar las tareas que le causaban tanto aburrimiento, dedicándose a la creación del hombre. El Dios pensó en una solución y creó un astro que durante toda su vida no pararía de trabajar, así realizaría los quehaceres que a él le causaban tedio. Talmente nació la Luna. El Dios habló con la recién nacida; le explicó en qué consistían sus labores. A la Luna, en un principio, le pareció excesivo el trabajo. Sin embargo, en recompensa de su ardua labor Curicaueri le prometió ser una de las tres cosas que el ser humano necesitaría para vivir. Asimismo la dotó de un cintilo enigmático para que los hombres quedaran obnubilados sin estar conscientes de ello. La Luna, vanidosa y soberbia desde su concepción, aceptó al instante. Pasaron miles de años, y miles de hombres enamorados de la Luna; todos ellos murieron esperando una mirada de ella, muchos más enloquecieron, ya que en ese mundo de locura la Luna los amaría. Miles de poemas, canciones, sonetos, panegíricos, cuentos y demás fueron dedicados a la belleza de la Luna. La Luna, siempre displicente, nunca miraba a los hombres pero disfrutaba de los halagos. ¿Cómo podría sentir cariño por aquellos anodinos seres que la necesitaban? Un día de la primera semana de octubre la Luna se aburrió de escuchar y quiso mirar, puesto que no existe ser, divinidad, demiurgo o algo... que no se fastidie de la rutina. Sus ojos cayeron en la tierra. Lo primero que la Luna vio le causó intriga y gracia al mismo tiempo. En la playa de Maruata, se encontraba un hombre. La ropa del hombre delataba su oficio: era un pescador. Estaba sentado sobre la arena con sus piernas estiradas, las olas acariciaban sus pies. El hombre veía fijamente a la Luna; era difícil adivinar sus pensamientos, ya que su expresión acezante se mezclaba con un poco de preocupación y nostalgia. El hombre permaneció por mucho tiempo haciendo un movimiento bascular. Un parvo cangrejo fantasma pasó por arriba de sus manos, pero el hombre estaba tan enfocado en su cavilación que ni siquiera lo sintió. Esto hizo que la Luna pensara que ese hombre había perdido la cordura. -¡Hombre! ¡Despierta! ¿Acaso mi belleza te ha impactado tanto que no puedes ni siquiera parpadear? El hombre, totalmente azorado de que la Luna le dedicara unas palabras sólo movió la cabeza en sentido negativo. -Pobre hombre. Te has enamorado de mí como tantos miles más. -No. -Contestó el hombre. -Claro que estás enamorado de mí. Todos los hombres lo están. -Dijo la Luna con una sonrisa que provocó que una decena de caballitos del diablo volaran alrededor del hombre. El hombre, irritado por el zumbido de los insectos, contestó: -No. No estoy enamorado de ti porque estoy enamorado de una mujer. Estaba pensando en ella antes de que tú me interrumpieras. La Luna no sabía qué decir ante una respuesta que no fuera zalamera. Sin entender la reacción del hombre ella preguntó: -¿Por qué me veías entonces? -Te veo porque eres lo único que resalta de entre la penumbra. -Dijo el hombre mientras sostenía la mirada. La Luna, afrentada por sus palabras pero con curiosidad por el actuar del hombre, le ordenó que se marchara en ese momento. Sin embargo, le pidió que regresara a la siguiente semana. La Luna, que no soportaba la idea de no tener el amor de todos los hombres, le pidió que llevara una fotografía de la mujer a la que amaba para probar que no era una falencia. En ese momento la Luna conoció a la Envidia. El hombre, con dificultad, se levantó y empezó a caminar. Acostumbrado a recibir órdenes y a obedecerlas hizo lo que la Luna le mandó. Un día de la segunda semana de octubre el hombre se sentó en el mismo lugar de la semana anterior. La Luna le ordenó que le mostrara la fotografía de la mujer a la que amaba. El hombre sacó la fotografía de su pantalón, la mostró y la guardó lentamente. La Luna empezó a reír, lo cual causó que las tortugas salieran del mar; que los bosques despertaran, que los coyotes, cacomixtles, tlalcoyotes y búhos hicieran un horrísono tan apabullante que el viento llevó la resonancia hasta la costa. -¡Esa no puede ser la mujer a la que amas! Es una cualquier cualquiera. Es ordinaria. Es común. Su belleza es... opaca. -¿Su belleza es poca para ti? -Preguntó el hombre con humildad. -Sí. -Contestó la Luna con sorna. El hombre respiró profundamente y dijo: -Cada noche, mientras tú estás siendo halagada por millones de hombres a los que nunca ves, yo estoy con una mujer de carne y hueso, que llora, que se enoja, que se contradice y que está lejos de la perfección. Simplemente una mujer... a la que amo. -No creo en lo que dices. Todos los hombres me aman a mí y sólo se conforman con las mujeres porque saben que nunca van a estar conmigo. -Te equivocas. El hombre ama la idea de estar contigo, más no te ama a ti. Le fascina la idea del amor perfecto. Pero recuerda que el humano es imperfecto. El amor es un sentimiento humano; por lo tanto el amor es imperfecto. Al no verlos les das la libertad de imaginarse lo que quieran pero en el instante en que tú los veas les arrancarás la idea de la perfección y tú ya no serás inalcanzable. Eso que dicen profesarte sólo es una idea. -Su voz tenía un brío sonoro. El hombre se quedó en silencio un momento, sacó de su pantalón la fotografía de la mujer, la observó un instante y volvió a mirar a la Luna diciendo: -El amor no es perfecto. Lo único que es perfecto es el amor elevado a un ideal. La Luna había llegado al paroxismo, le habían dolido las palabras del hombre, porque en el fondo ella sabía que eran verdad. Le ordenó otra vez que se fuera y regresara a la próxima semana. Pero en esta ocasión le tendría que dar una respuesta del porqué amaba a esa mujer y no a ella, la perfecta Luna. Sin embargo, no sería cualquier respuesta, sería una dilucidación que la Luna pudiera aceptar. De lo contrario la Luna se encargaría de que aquél hombre dimitiera de aquella mujer. La Luna haría que la mujer nunca tuviera la fortuna de ser madre. Viviría infeliz por el resto de su vida y terminaría por odiar a ese hombre. El hombre se levantó y con gran congoja se fue sin decir nada más. La Luna dejó de ver a la tierra sin escuchar ninguna de las súplicas del pescador. Un día de la tercera semana de octubre el hombre regresó. La Luna, ansiosa, lo miró fijamente y preguntó: -Y bien, ¿por qué amas a esa mujer y no a mí? El hombre se quedó de pie y viendo el orbe de la Luna comenzó a hablar: -La semana pasada, cuando me fui, estaba muy preocupado. No sabía qué hacer. Pero en el momento en que me acosté al lado de esa mujer y la escuché respirar supe la respuesta. La Luna, quién desde hacía miles de años no se había interesado por nada, esperaba con avidez ver realizada su urdimbre. El hombre dijo: -Amo a esta mujer... porque no la necesito. La Luna, incólume hasta ese momento, entendiendo las palabras dichas por el pescador derramó un par de lágrimas, puesto que su orgullo no le permitía más, y desvió la mirada. La Luna escuchó el crujir de la arena a cada paso que el hombre daba para alejarse de la playa. Un día de la cuarta semana de octubre la Luna miró el mismo punto donde el hombre se encontraba cada semana, pero no había nadie. De repente un ibis blanco emprendió su vuelo y en ese instante la Luna sintió el rescoldo que deja alguien que te ha enseñado más de lo que hubieras aprendido por tu cuenta. A partir de ese momento la Luna decidió que cada año, sólo en el mes de octubre, dejaría su soberbia y marcaría un sendero sobre la tierra, sobre arrozales, mesetas, bosques, ciudades pero en especial sobre el mar, para que sólo un hombre que no la necesitara pudiera seguirlo hasta encontrarse con ella, y así la Luna sabría que ese cualquier cualquiera la amaría a ella y no amaría la idea de amarla. Un día de la última semana de octubre contemplé a la Luna desde la playa de Maruata. Esta marcaba su sendero con más fuerza que de costumbre. *Estudiante del Diplomado en Enseñanza de Español como Lengua Extranjera CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México. 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