Foto: Leo Reynolds **
John Mabrick era un
hombre obsesionado con el tiempo. Para él, todo debía estar perfectamente
cronometrado y en caso contrario se veía víctima de ataques de pánico cuya gravedad dependía del evento que no cumplía su agenda.
Con el tiempo, había aprendido a disminuir las
posibilidades de retrasos, al igual que de adelantos y tiempos muertos al
evitar ciertas cosas. Por ejemplo, nunca viajaba en el subterráneo ni en carro.
Tampoco asistía a sitios en los que tuviese que hacer filas innecesarias.
Siempre llevaba consigo tres relojes, uno de
bolsillo, uno de muñeca y el del celular. Todos perfectamente cronometrados; no
había día que dejase uno pues creía que el tres era su número de la suerte.
Una jornada normal para John era más o menos
así: se levantaba a las siete treinta, tenía quince minutos para vestirse,
desayunaba en media hora, le tomaba diez minutos cepillarse los dientes y
terminar de arreglarse antes de salir de casa. A las ocho en punto debía
caminar treinta y ocho pasos hasta la primera cuadra justo cuando el semáforo
marcaba el siga para el peatón. Le tomaba veinte minutos recorrer el resto del
camino a su trabajo siguiendo una mecánica similar de perfecta coordinación
entre semáforos y cruces.
A las nueve y media tomaba un refrigerio en el
comedor de la empresa que duraba no más de quince minutos. Luego tenía cinco minutos
para volver a su oficina tras los cuales habría de estar sentado seis horas con
treinta minutos hasta su hora de salida. Veinticinco minutos le llevaría
deshacer el trayecto de su oficina a casa. Dos horas y cuarenta y cinco minutos
para preparar la comida, hora y media para descansar leyendo, treinta minutos
lavando trastes, veinte para el aseo personal, una hora para organizar el itinerario
del día siguiente y sólo cinco minutos para quedarse profundamente dormido.
Aquella rutina se repetía día tras día, sin
ningún cambio significativo. Por lo mismo, John era un hombre reservado y poco
sociable que disfrutaba del misterioso placer de la precisión del tiempo.
-John -dijo la voz a través de teléfono-
deberías de salir al mundo, no puedes pasar tu vida encerrado. ¿Por qué no
consigues una novia?
-Madre -respondió John molesto- no quiero una
novia, y deja de decirme lo que debo hacer, ¡tengo treinta años!
-Sólo me preocupo por ti, si tan sólo
hubiésemos hecho lo que el doctor Quivera...
John alejó el teléfono de su oído, había
escuchado demasiadas veces aquel discurso sobre cómo debieron haberlo criado
según aquel psicólogo de pacotilla, los problemas que "sufría" por la falta de
relación con sus compañeros, el hecho de ser molestado durante la primaria por
todos los niños...
Estúpida, pensó John molesto. Estúpida,
estúpida, estúpida...
-...todo esto te lo digo porque te quiero
Johnny.
Él suspiró resignado.
-Ya lo sé, mamá.
-Pero no te preocupes, todo saldrá bien en tu
cita.
-Espera. Qué... ¿Qué cita?
-Con la hija del doctor Quivera,
¡te lo acabo de decir hace un momento! ¿No me estabas poniendo atención?
-Mamá, yo no quiero...
-Ya, ya. Asegúrate de llegar a tiempo, ella
suele ser quisquillosa con lo de la puntualidad.
-Pero...
-Y lleva flores... ¡ah! Y no se te olvide....
John colgó molesto y lanzó el teléfono contra
la pared. ¿Cómo se atrevía su madre a entrometerse en su vida?
Sus brazos temblaban agarrotados y con la
barbilla comenzó a golpearse el hombro una y otra vez, mientras que trataba de
controlar su respiración para calmar su ataque nervioso. Era lo mismo cuando de
su madre se trataba, siempre le hacía mal hablar con ella.
Vio su reloj de bolsillo, las ocho. Lo
comprobó con los otros dos relojes. Lo mismo. Sintió que una mezcla de rabia y
frustración crecían dentro de él al igual que aquel tic.
Maldita
sea... maldita... maldita...ya me ha hecho perder el tiempo...Y lo peor de todo, ¡salir
con la hija de ese...!
Una hora le llevó el poder controlar su estado
y otros treinta minutos el organizar nuevamente todo su tiempo. A las nueve y
media pudo reestablecer su vida a la normalidad. Sólo le molestaba el hecho de
haber perdido el tiempo y no lograr dormir en cinco minutos como cada noche.
Sin embargo, un pensamiento le consolaba: no iría a la cita que le había
arreglado su madre.
Pasó una semana hasta que su rutina recuperó por
completo su curso natural. John había olvidado la cita que su madre había
arreglado y su ataque no tuvo secuela alguna como temía que fuese a ocurrir. Se
empezaba a sentir cómodo otra vez, cuando una tarde, al llegar del trabajo tras
caminar sus veinticinco minutos, y abrir la puerta, su madre estaba esperándolo
en la sala con el ceño fruncido.
-¿Se puede saber por qué no fuiste a la cita
con la hija del doctor?
John no contestó. El silencio y la atmósfera
cargada fueron aplastantes durante el tiempo en que él calló.
-¿Y bien?
-No tenía ninguna obligación de ir -respondió
John con aplomo.
-¿Sabes el ridículo que me hiciste pasar? -dijo su madre ignorando sus palabras- El
tener que justificar por qué mi hijo no fue a la cita con su hija.
-¡No tenías por qué justificar nada! ¡Ni
siquiera debiste hacer esa cita en primer lugar! -gritó John molesto.
-¡No me hables así, John! Ahora, lo que vas
hacer es esto...
Él se escudó en su reloj de bolsillo, el cual
sacó del pantalón y comenzó a mirar atentamente tratando de no prestar atención
a su madre. De un manotazo, ella lo botó al suelo gritando: ¡Mírame cuando te
hablo!
John comenzó a temblar, su reloj había
producido un horrible sonido al golpear el suelo, un sonido que le atravesó
como si le hubiesen disparado. Súbitamente sintió la ira golpeándole los oídos,
junto con toda la rabia contenida durante años.
-Fuera de mi casa -dijo casi susurrando.
-¿Qué dijiste?
-Fuera de mi casa, fuera de mi casa -su tono
de voz cada vez más se fue elevando-, fuera de mi casa. ¡Fuera de mi casa!
¡FUERA DE MI CASA!
John no oyó el azote de la puerta mientras su
madre salía indignada con lágrimas en los ojos murmurando "... si tan sólo
hubiésemos hecho lo que el doctor Quivera nos dijo...".
Se había agachado para recoger con ternura su reloj, lo tomó con suma
delicadeza como si de un bebé se tratase y lo levantó para ver si estaba bien.
Lenta y minuciosamente, inspeccionó el reloj por todas partes. Parecía que no
le había ocurrido nada salvo unos rasguños en la tapa. El sonido de los
engranes moviéndose le eran reconfortantes.
El ataque nervioso de aquel día le duró menos
tiempo que en otras ocasiones aunque fue mucho más violento. Sin embargo, se
sentía liberado, al igual que si se hubiese quitado un peso que le sofocaba.
Sabía que durante los próximos días tendría que soportar volver a poner su
rutina en orden pero le consolaba el hecho de no oír a su madre aunque fuese
por un par de meses antes de que le llamase para tratar de hacer las paces.
Aquella noche, a pesar del ataque, logró
dormirse en cinco minutos. Pero mientras lo hacía, su reloj de bolsillo sufrió
los verdaderos estragos de haber sido arrojado al piso...
Al
día siguiente, John se levantó a su hora usual, desayunó, se arregló y salió de
casa, sólo que esta vez, al caminar treinta y ocho pasos y llegar a la primera
cuadra, el semáforo estaba en alto. Aquello le inquietó. Estaba seguro de haber
salido a tiempo. Sacó su reloj de bolsillo. Las ocho seis. Un minuto tarde. No es posible, pensó mientras revisaba
el de su muñeca. Ocho tres. Con manos trémulas tomó su celular y leyó: ocho
diez.
Su
barbilla inició el golpeteo contra su hombro. Aquello no podía estarle pasado.
Un reloj desacompasado era posible, pero ¿los tres? ¿Cuál tenía la hora
correcta?
El
semáforo cambió a siga y John cruzó corriendo la avenida hasta llegar a una
tienda.
-Es
una emergencia, ¡qué hora tiene! -dijo John, apenas entró al pequeño local,
sorprendiendo al encargado y a un cliente.
-Son
las...- dijo consultando su reloj el encargado.
-Ocho
diez
-Ocho
once
Respondieron
casi al unísono cliente y encargado. John palideció. Salió tambaleándose de la
tienda. Su barbilla golpeaba cada vez con más fuerza su hombro a pesar de todos
los intentos que hacía por controlar su respiración.
Calma Johnny, calma. Toda va a estar bien, ¿Qué son uno, o d... dos... min... minutos?
Pensaba cada vez más angustiado. ¡Esa maldita! ¡Esto es su culpa! ¡Su culpa!
Sus
brazos le dolían de lo entumecidos que estaban por tanto apretarlos.
Todo estaba bien hasta que se
le ocurrió la brillante idea de aventar mi reloj. ¡Maldita! ¡Como si no fuese a
dañarse! Pero ya se enterará. La próxima vez que se le ocurra hablarme... voy a
cobrarle la compostura de mi reloj... se la voy a cobrar ¡vaya si lo haré! Con paso apresurado caminó rumbo a su trabajo. El reloj de la computadora... en internet... en cualquier sitio debe estar
la hora exacta...
Cruzó
corriendo las calles, sin importarle si tenía su ritmo o no, rompiendo su
metódica rutina. Poniendo, a cada paso, en peligro su vida, sólo por saber la
hora...
Aun
cuando varias ocasiones estuvieron a punto de atropellarlo, llegó sin percance
alguno al trabajo. Sin detenerse ni para tomar aliento, se dirigió al checador,
estaba seguro de que aquel aparato tenía un reloj incluido.
Nueve tres. Rápidamente sacó el reloj de bolsillo para comparar la hora. Estaba
atrasado por casi diez minutos. Tanto su celular como el de muñeca discordaban
con el checador.
La
barbilla le dolía de tanto golpearse, su cabeza había empezado a sacudirse en
un tic que le lastimaba el cuello. Sus manos eran un caso similar. Él respiraba
cada vez más fuerte e incluso llegaba a contener el aliento tratando de
calmarse.
Caminando
tan rápido como sus tics lo permitían, llego a su oficina. Encendió la
computadora con la esperanza de encontrar ahí la solución para su ataque
nervioso. Nuevamente el resultado fue el mismo. Ninguno de sus relojes concordaba
con la hora de la máquina. Para colmo, no había internet.
Sin
poder contenerse, comenzó a pisotear con el pie una y otra vez el suelo. Otro tic no por favor... ya no... pensaba adolorido
y con ojos llorosos al ver que no podía parar.
De
pronto una idea llegó a su mente: ¡La tienda de relojes! ¡Ahí encontraría la
hora correcta!
Se
levantó y comenzó a correr rumbo a la calle. Debía cruzar dos cuadras en la
dirección opuesta a la de su casa. Ahí, al asomarse por el escaparate, vería la
hora correcta. Aquella que todos los relojes (o al menos la mayoría) marcasen.
El
entumecimiento de su cuerpo, el dolor por los golpes y la falta de aliento,
hacían casi imposible el correr para John, quien sentía que en cualquier
momento colapsaría si el ataque no se detenía. Tenía que llegar a la tienda, y
pronto.
Cada
vez estaba un poco más cerca, pero los espasmos se presentaban con mayor
fuerza, el cuerpo le dolía y podía ver cómo la gente se le quedaba mirando al
pasar a su lado. Muchos se alejaban de él.
John
sentía que lágrimas de desesperación escapaban de sus ojos. Por favor... por favor... por favor... que esto
termine...
Cuando
al fin llegó a la tienda y vislumbró los relojes, el semblante se le iluminó y
una leve sonrisa esperanzada surgió entre sus labios. Pero murió con la
velocidad con la que había aparecido, su semblante se tornó pálido y sus tics
se hicieron más violentos.
Todos
los relojes que se veían, marcaban horas diferentes. John parecía estar
convulsionando, no podía controlarse más. Claramente escuchaba el crujir de los
cientos de engranes al otro lado del vidrio. Lo que un día le había causado
alegría y tranquilidad, ahora lo estaba enloqueciendo. Uno por uno, los relojes
comenzaron a sonar escalonadamente dando la hora en punto, cada uno con su
sonido característico. Cientos de golpes graves, agudos, chirriantes... el canto
de los cucús en los relojes viejos, las alarmas de los más nuevos. Todos
estaban sonando, creando un ruido infernal que acompasaba el ataque nervioso de
John; ambos, en un continuo crescendo.
Cuando
las autoridades y emergencias se llevaron a John sedado y en camilla de la
calle, había un gran grupo de curiosos reunidos a su alrededor, incluida su
madre.
Muchos
declararon haber visto y/o escuchado cómo John estrellaba su cráneo contra el
aparador de la tienda de relojes hasta quedar como lo habían encontrado los de
emergencias: tumbado en el suelo con convulsiones esporádicas y la cabeza
bañada en sangre.
Mientras
lo transportaban en la camilla su madre, llorando, se lamentaba: "... si tan sólo
hubiésemos hecho lo que el doctor Quivera nos dijo..."
* Profesor de Español
CEPE-CU, UNAM, México, D.F.
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