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Atardecer en Puerto Vallarta

Karen Xi*

I

Desde tierra, la selva y las peñas envuelven el mar

con una ternura indulgente, o quizás, al contrario,

el mar tempestuoso regresa una y otra vez para abrazar a sus hermanos

de padres distintos. Todos han sobrevivido tanto –siglos e imperios, el olvido y el descuido,

el nacimiento callado del mismísimo tiempo–

que ni siquiera se les ocurre pensar en el fin.

Por ahora –miren– otra puesta de sol. Nunca

se cansan de ellas.

 

II

—Oye —dice el niño a su amigo, en tono de asombro— ¿Sabes que hay más granos de arena en la Tierra que estrellas en el universo?

Su amigo está construyendo un castillo de arena, que sigue la forma de su propia casa y parece que va a desmigar en algún momento. Él contesta distraídamente —Eso no es cierto.

—Sí lo es —el niño insiste—. Mi papá me dijo.

—No tenemos papás. No te creo.

 

III

Estamos hambrientas. Esperamos cautelosas,

vigilantes, quietas. Fingimos indiferencia, aunque tenemos

muchísima hambre. Todos los días venimos para hurtar nuestra cena humilde,

atrapada en una red afilada por sal y sol y sudor, que se agita en la última agonía.

No pensamos en nada más que el hambre, la comida y

la sobrevivencia cotidiana. Medimos la bendición de Dios en

nuestro pescado plateado de cada día.

No sabemos que en la lejanía los adinerados

cazan por deporte. Peces gigantes, peces voladores, monstruosos y coloridos,

peces más grandes que nuestros sueños. Para nosotros

la vida nunca ha sido un premio.

Pescamos porque tenemos que. Porque no sabemos otra cosa.

Las aguas frescas nos sacian y la arena nos fortalece.

 

IV

En el fondo la ciudad respira el aire salino. Los susurros de las olas oscuras se mezclan

con los ruidos felices de los borrachos y los viajeros. Los

vendedores ambulantes ofrecen “pescado embarazado”.

El día terminará pronto y regresarán a sus casas

todos los que tienen que ganarse la vida: los pescadores con sus baldes medio llenos, los pelícanos con sus bocas extensibles y los cangrejitos de arena.

Sólo se quedará una bandada de garzas níveas, como

princesas con sus coronas de pluma y sus pies de color alegría, haciendo de la playa

su hogar.

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Atardecer en Puerto Vallarta

 

 

*Estudiante de Singapur del curso Literatura de Fin de Siglo
CEPE-UNAM, Ciudad Universitaria, CDMX

 

Imagen: Karen Xi


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