LOADING

La historia y la realidad: México frente a una mirada china

Jing Tan*
La historia y la realidad: México frente a una mirada china
La historia y la realidad: México frente a una mirada china

Foto: https://en.wikipedia.org/wiki/Poverty_in_Mexico
La historia y la realidad: México frente a una mirada china
La historia y la realidad: México frente a una mirada china

Foto: http://www.d-maps.com/pays.php?num_pay=77&lang=en

China se jacta de una historia de cinco mil años, durante la cual el centro y corazón del país -salvo unas pocas excepciones- ha sido reinado casi siempre por personas que descienden de la misma estirpe: el Emperador Yan y el Emperador Huang, figuras legendarias que, de acuerdo con la tradición, gobernaban la tierra en el tercer milenio a. C. Desde la antigüedad, colectivamente hemos estado celebrando este origen con confianza y orgullo; en la actualidad, universalmente nos llamamos "descendientes de Yan y Huang". Además de compartir la misma ascendencia y el mismo patrimonio, utilizamos el mismo lenguaje que se remonta a más de 3.000 años, a los primeros registros escritos; reverenciamos al mismo "maestro sagrado", Confucio, que vivió hace 2.500 años; compartimos las mismas características físicas: piel amarilla, cabello y ojos negros; incluso el sistema actual de apellido ha estado en funcionamiento durante tres milenios -mi propio apellido, el de mi madre, así como los de la mayoría del pueblo, se registraban en el Libro de Apellidos compilado en el primer milenio-. Como la mayoría de mis compatriotas, nunca he dudado de que soy auténticamente china, una hija cien por ciento de Yan y Huang. Recuerdo que una vez descubrí, en la casa desmoronada donde nació mi abuelito, un libro de color sepia de la genealogía familiar: se inició con el Emperador Liu, quien gobernó alrededor de 202 a. C., y terminó con la generación de mi abuelo.

Además de esta "pureza" debido a la falta de mezclas, otro carácter definitorio de la historia de China es el "sinocentrismo", la perspectiva etnocéntrica que considera a China como el centro cultural del mundo. Durante un tiempo muy largo, el imperio chino se creía la "Dinastía Celestial", el centro de la civilización mundial, mientras que a otros estados se los tenían por tributarios. En otras ocasiones, la actitud de China hacia otros países ha sido, a veces, aislacionista -viendo el resto del mundo como pobre y atrasado que no tenía mucho que ofrecer-, otras veces, bélica -haciendo guerras a sus llamados "vecinos bárbaros"- y otras más, defensiva -construyendo y ampliando la Gran Muralla contra invasiones exteriores-. Incluso durante la última dinastía, pese a la creciente debilidad de China y el creciente poder de occidente, las perspectivas sinocéntricas apenas cambiaron; la política más "liberal", (así, entre comillas), fue "la utilización de la forma occidental en el espíritu chino", o sea, "el empleo de la tecnología de las tribus extranjeras para limitarlas".

Dada esta característica de la historia del país, vemos que en la cultura china siempre ha existido una distinción esencial y fundamental entre lo "propio" y lo "extranjero". Hasta hoy en día, en gran medida, los chinos todavía vemos el mundo como si estuviera compuesto por dos partes: la china y la otra. Coloquialmente, todavía llamamos al extranjero "hombre-fantasma", como si fuera una criatura de otro cosmos; para nosotros, el jitomate es la "berenjena extranjera"; el camote, la "papa extranjera"; el berro, la "verdura extranjera" y la chirimoya, el "litchi extranjero". Esto revela algo acerca de nuestro subconsciente colectivo, puesto que la lengua por regla general constituye un microcosmos de la ideología.

Inclusive en el contexto de la tendencia omnipotente de la globalización, seguimos siendo obstinadamente fieles a nuestros propios valores distintivos, una herencia de miles de años de régimen feudal y economía campesina. Las nociones occidentales de la individualidad y de la comunidad nos son intrínsecamente ajenas. Durante milenios, nuestro sistema político nunca ha sido diseñado para salvaguardar ni garantizar la libertad ni los derechos de los ciudadanos -en efecto, el concepto de la ciudadanía no lo teníamos-. Es más, en lugar de protegerlos, el gobierno siempre se ha dedicado a aprovecharse de sus súbditos; nosotros, como individuos, por lo tanto somos demasiado indefensos e impotentes para hablar de una manera realista sobre el individualismo. Por otro lado, al igual que nuestros antepasados campesinos, quienes luchaban con gran dificultad por la escasa tierra cultivable para la supervivencia, nosotros también tenemos que esforzarnos, a veces desesperadamente, por obtener mejores condiciones de vida. Por todo ello, nos resulta un lujo considerar el bienestar de la comunidad.

Como consecuencia de esta inseguridad arraigada, esta ansiedad inveterada, dependemos en alto grado del apoyo familiar y ponemos mucho más énfasis en la familia que en el individuo y la comunidad. Los padres sacrifican casi todo por sus hijos, quienes terminarán sintiéndose tan en deuda con ellos, que tendrán que renunciar a sus sueños de libertad e independencia para retribuir a sus padres lo que ellos han hecho. En China es bastante común que, para obtener mejores trabajos que puedan proporcionar a sus hijos una mejor educación y un mejor entorno, el padre y la madre viven separados o ambos viven a una distancia de miles de millas del niño, haciendo labores manuales muy duras bajo condiciones pésimas y reuniéndose con su hijo una sola vez al año. Por otra parte, inclusive entre los jóvenes con alto nivel de educación, un gran número de ellos ha elegido disciplinas que no le interesan, carreras que no le gustan, y hasta parejas por las que no siente verdadero apego sentimental: todo esto sólo para complacer a sus padres.

Por la misma razón histórica, a diferencia de los mexicanos quienes se enorgullecen de su gran cultura de fiesta, los chinos exaltamos la virtud del sufrimiento. Nos dedicamos, a veces obsesiva e innecesariamente, al empeño arduo, el cual, por extraño que parezca, nos hace sentir tranquilos, como si el dolor de hoy fuera a hacernos ganar la felicidad del mañana. En la escuela secundaria tenemos que estudiar durante 10 horas al día, y se nos dice que la vida será más fácil una vez que entremos en una buena preparatoria, en donde descubrimos, para nuestra desgracia, que todo se vuelve aún peor. Luego oímos que después de pasar por el infierno de la preparatoria ascenderemos al paraíso de la universidad, lo cual, de nuevo, resulta una mentira. Lo mismo sigue ocurriendo, y nos encontramos atrapados en una vida cada vez más difícil, a lo que con el tiempo nos acostumbramos, hasta llegamos a aceptarlo como nuestro destino.

Del mismo modo, somos ascetas natos, puesto que carecemos del coraje o la capacidad de permitirnos los placeres de la vida. Por ejemplo, mi padre, un hombre que ama a su familia más que nada y siempre intenta darle lo mejor que pueda, nunca compra nada para sí mismo a menos que sea absolutamente necesario y nunca se da ningún lujo, salvo el cigarrillo común. En mi caso, asimismo, aunque me da gusto regalarles cosas finas a mi familia y a mis amigos, me resulta casi imposible comprar para mí misma comida cara o ropa costosa: no es que no me alcance el dinero; por algún motivo misterioso, simplemente me parece indebido, injustificable.

Todas estas características nacionales, tan inconfundiblemente chinas, en gran medida nos hacen quienes somos, distintos de cualquier otro pueblo de cualquier otro lado del mundo. Las hemos heredado por siglos y siglos, consciente o inconscientemente, para bien o para mal.

Si podemos decir que China tiene una historia "pura" y sinocéntrica, México, por el contrario, cuenta con una en la que destaca la fusión y la colisión de múltiples orígenes; la convivencia y la lucha de diversas culturas.

La historia de México abarca un período de más de tres milenios, en el que se desarrollaron civilizaciones indígenas muy cultural, social y políticamente complejas, antes de que fueran conquistadas por los peninsulares en el siglo XVI. Aquel momento histórico y ominoso comenzó una interacción fascinante, y a menudo violenta y sanguinaria, entre las diferentes culturas. Si en la superficie se distingue la imposición de culturas extranjeras, siempre ha habido una corriente subterránea de raíces indígenas. Si durante siglos el país estuvo dominado por élites y clases gobernantes de origen europeo, la mayoría de la población tenía sangre indígena. Tal vez más importante que el elemento extranjero o el indígena resulta la confrontación de los dos, la lucha entre los dos: el mundo de los indígenas fue derribado en el primer momento de encaramiento y, desde entonces, ha seguido siendo sometido a la transformación o, mejor dicho, a la desfiguración; los europeos que emigraron a esta tierra jamás fueron los mismos que antes habían sido; los criollos nacidos en esta tierra intrínsecamente nacieron con una identidad perdida.

Así, la búsqueda de una identidad nacional había sido un viaje sumamente arduo. No fue una casualidad que uno de los momentos más significativos de la Independencia involucró al legendario José María Morelos, un mestizo de ascendencia africana, indígena y española, cuyos antepasados incluían al propio conquistador Hernán Cortés. No fue sino hasta que Morelos presentó en el Congreso de Anáhuac los Sentimientos de la Nación cuando nació la idea de "la América Mexicana".

Un siglo después, la Nación vio el surgimiento de otro personaje icónico, Emiliano Zapata, también mestizo (de origen náhuatl y español), cuya filosofía fue influenciada por las creencias mayas y quien, dirigiendo un ejército de indígenas y campesinos, luchó ferozmente por las libertades y los derechos de esos grupos desfavorecidos.

Sin ninguna duda, en la realidad del México de nuestro tiempo se refleja este origen híbrido, se plasman todas las singularidades y peculiaridades de su historia. Lo "propio" y lo "extranjero" resultan tan intrincados en la sensibilidad mexicana que es prácticamente imposible distinguirlos.

En cuanto a la ascendencia, con excepción de los puramente indígenas que hoy constituyen una sola minoría, casi todos los mexicanos tienen origen tanto europeo como indígena. Raramente hablamos de una llamada "apariencia típicamente mexicana", pues, un mexicano puede verse como americano, europeo, indígena, o una mezcla de todos ellos.

Cuando se trata de la dieta, los ingredientes básicos y principales incluyen aquellos de origen indígena, tales como el maíz y frijol, pero también los europeos, como el pan y café. Es igualmente común el uso del molcajete y de la licuadora, tanto en hoteles de lujo como en hogares humildes, lo cual es sólo uno más de los elementos mixtos surrealistas de la vida cotidiana mexicana.

Culturalmente, por un lado, es el país con el mayor número de hablantes del español en el mundo; por el otro, cuenta con la mayor cantidad de lenguas nativas americanas en el continente. La gran mayoría de su pueblo es católica; sin embargo, la figura religiosa más prominente -la Virgen de Guadalupe- es el producto de una combinación bizarra de las tradiciones indígenas y europeas. Una vez, un amigo me mencionó de paso que "en este país muchas personas adoran a la Virgen y a nadie más, ni siquiera a Jesús": para mí, fue toda una revelación impactante.

¿Y qué hay de la identidad mexicana? Me temo que sería muy difícil, si no imposible, encontrar una claramente definida. Varias veces, he oído a varios amigos mexicanos expresar semejante frustración: "Tanta gente habla de los indígenas como si fueran algo ajeno a nosotros. ¡Qué ironía! ¿No es cierto que todos los mexicanos tenemos algo de la sangre indígena?" En otras ocasiones, sin embargo, otros amigos me han tomado por sorpresa con un sentimiento muy distinto al decir esto: "Me parece ridícula la actitud de muchos mexicanos hacia los españoles, como si ellos fueran nuestros peores enemigos. La verdad es que todos tenemos sangre española fluyendo en nuestras arterias, ¿no? Aunque muchos parecen haberse olvidado de esto o meramente no les importa." ¡Qué complejidad! Así que renuncié a la falsa esperanza de buscar una sola identidad mexicana uniforme.

De verdad, tan increíble, conflictiva y profundamente compleja es la historia del país, que en ocasiones sólo se puede presentar de una manera fantasmal. Tal vez precisamente por esto, en el mundo del arte y la literatura, México se convierte en una tierra muy fértil para la literatura fantástica y el realismo mágico: cuando los orígenes históricos y culturales que subyacen a la realidad son demasiado contradictorios para ser explicados, a lo mejor la única solución es lo fantástico. Un buen ejemplo es el cuento Tenga para que se entretenga de José Emilio Pacheco. Al parecer no es más que otra historia de detectives, donde un viejo extraño secuestra a un niño y luego ambos desaparecen misteriosamente; no obstante, cuando pensamos más a fondo, nos damos cuenta de que el anciano no es nada más ni nada menos que el fantasma de Maximiliano I de México, el noble europeo que había llegado como emperador a gobernar el país y, para sorpresa de todos, como liberal ingenuo luchó por implementar reformas progresistas en su sincera esperanza de ayudar a los mexicanos, hasta entrando en contacto y estableciendo una amistad con algunos indígenas. Al final, este "querido enemigo" fue trágicamente ejecutado por el pueblo que tanto lo amó y odió, que hoy en día sigue adorándolo y detestándolo. Así que su fantasma regresa para vengarse, pero lo hace no sólo para él mismo sino también para los indígenas que durante siglos han sido brutalmente privados y maltratados, ya que este personaje se materializa en Chapultepec, "el bosque sagrado de los aztecas".

**********************************************************************

Por paradójico que parezca, China, a pesar de su historia altamente identificable y predominantemente sinocéntrica, ha experimentado una ruptura cultural abrupta y honda en sus tiempos modernos, mientras que México, pese a todos los conflictos y complejidades en su historia híbrida, ha presentado una continuación cultural mucho más manifiesta.

En el caso de China, al principio del siglo XX, después de la desilusión y la desesperación causadas, primero, por la invasión y derrota por las potencias occidentales y, luego, por el fracaso de la República de China, un grupo de eminentes intelectuales inició el Movimiento de la Nueva Cultura, una revuelta radical "contra la tradición, el confucianismo y el chino clásico", haciendo un llamado a la creación de una "nueva cultura china" basada en los estándares occidentales. Para bien o para mal, su influencia es indiscutiblemente enorme y profunda; hasta el día de hoy, el movimiento sigue siendo conmemorado y celebrado cada año en todo el país.

Después, en la segunda mitad del siglo, vino la escandalosa Revolución Cultural. Además de ser un desastre humanista, se propuso destruir, entre muchos otros, los "Cuatro Viejos", término que se refiere a lo antiguo: las viejas culturas, ideas, costumbres y hábitos. En consecuencia, incontables reliquias históricas preciosas fueron destrozadas; el fundamento de los valores tradicionales, derribado; y la práctica de muchas costumbres antiguas, erradicada.

En México, en cambio, en el curso de cinco largos siglos de la mezcla de lo indígena y lo extranjero, la distinción entre los dos se ha vuelto tan borrosa que es prácticamente imperceptible. Es exactamente esta mezcla, este proceso de luchas y conciliaciones, de conflictos y fusiones, que constituye su continuación cultural. La presencia de esta continuación es tan poderosa que el carácter acumulativo en el tiempo, en el espacio y en la identidad es literalmente palpable.

Ahora bien, hablemos de una manera más específica. Por ejemplo, en la actualidad, la educación de China se ha diseñado en buena parte de acuerdo con el sistema occidental; hasta la enseñanza del propio idioma chino se cumple en un estilo netamente occidental, estructurándose conforme a la lógica de la gramática del inglés y empezando con la instrucción de los símbolos fonéticos latinizados, el cual nunca había existido en nuestra tierra.

Los chinos estamos abandonando no sólo la forma tradicional de enseñanza y aprendizaje, sino también nuestro patrimonio literario en sí. Tal es nuestra renuncia ignorante de la literatura clásica, tal es nuestro favoritismo arrogante hacia la lengua modernizada, que hoy en día un joven chino que ha recibido una educación superior de muy alta calidad puede tener gran dificultad para entender un texto escrito hace tan sólo un siglo y medio. En México, por contraste, a pesar de la lamentación general por la insuficiencia del sistema educativo, al menos la tradición literaria no ha sufrido una ruptura tan espantosa. Por ejemplo, al leer una carta escrita por Hernán Cortés, me dejó asombrada la similitud entre su lenguaje y el español que se usa hoy en este mismo país. Efectivamente, un estudiante promedio de secundaria entenderá ese texto redactado en el siglo XVI, y con relativa facilidad.

En términos del espacio, el aspecto de México que más me fascina es la coexistencia mágica de lo antiguo y lo nuevo: al igual que no se percibe una frontera arbitraria entre el pasado y el presente, tampoco existe una entre el sitio histórico y el espacio que sirve a la función cotidiana: la gente vive en casas coloniales, camina en calles de piedra de cientos años de edad y practica su religión en iglesias construidas en las épocas virreinales. ¡Qué armonía tan maravillosa! En China, por el contrario, una multitud incalculable de sitios históricos fue brutalmente destruida en los terribles acontecimientos del siglo pasado. Los pocos sitios que sí sobrevivieron son lugares distintos de aquellos donde residen los habitantes; se aprovechan y se cosifican con fines comerciales, para exhibir el triste residuo de una civilización antigua, para satisfacer los intereses en una imagen estereotipada. La gente actualmente está muy ocupada adoptando los valores modernos y construyendo un futuro próspero como para añorar la pérdida del pasado.

Para apreciar el carácter acumulativo de la identidad mexicana y así poner fin a este pequeño proyecto, vamos a citar como ejemplo otro texto fascinante: Aura de Carlos Fuentes. En la novela, el joven narrador entra en una casa gótica en la Ciudad de México, donde la dirección actual se yuxtapone con la arcaica, donde él se encuentra con una mujer anticuada, Consuelo, y se enamora de su joven sobrina, la hermosa Aura. A medida que la historia se desarrolla, él es absorbido cada vez más por los oscuros misterios de la casa y de las mujeres y, finalmente, llega en un momento de epifanía, dándose cuenta de que Aura no es más que la reencarnación de Consuelo y él, la de su marido fallecido. En lugar de intentar escapar o negar su propio pasado, él abraza su amor por la anciana monstruosa, reuniéndose así con su verdadera identidad. Tal vez, esto puede ser visto como una fábula del tiempo, la historia, y el pueblo de México: el tiempo antiguo nunca se ha ido, sino que persiste y se fusiona con el nuevo. La historia de hoy no es una nueva criatura, sino una continuación de la historia de ayer. El mexicano de la actualidad lleva consigo, de manera intrínseca, el patrimonio y el recuerdo, el amor y el dolor que ha heredado de todos los mexicanos que vinieron antes que él y que se han convertido en una parte de su propia existencia.

*Estudiante china de Español Superior
CEPE-Taxco, UNAM, México.