Pom, humo aromático
Jorge Miguel Cocom Pech*
Pom, humo aromático Foto: http://ecoosfera.com/2014/06/nubes-arboles-y-rios-espejos-del-espiritu/#/0 |
-¿A dónde vas? -preguntó mi hijo Alejandro Junnabk'u al ver que, alrededor del mediodía del domingo 21 de febrero, me disponía a salir de la casa con mi cámara fotográfica. Al explicarle que iba a la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel de la UNAM en busca del material de mi tarea para la última clase de Crónica Literaria, sonrió y, mientras se acomodaba las calcetas blancas, con cierta dosis de broma y burla, me lanzó su última pregunta.
-¿A poco los árboles hablan?
-No -respondí inquieto porque el reloj marcaba las 13 horas con 47 minutos; apresuradamente, y sin asomarme por la ventana de la casa, alcancé a ver que el sol clareaba los automóviles en el estacionamiento; entonces preví que, para evitar que los arbustos, las espinosas enredaderas y el pasto quebradizo de la reserva ecológica me lo fueran a jalar, raerlo y me lo fueran a maltratar, decidí dejar el ligero suéter azul que llevaba encima. En otras ocasiones, cuando en escapadas furtivas iba al campo, regresaba a casa con la ropa rota, generalmente siempre eran las camisas; además, a esas horas, pensé, ya ni frío hace; por lo que, antes de salir por la puerta principal del conjunto habitacional Sor Juana Inés de la Cruz, en donde llevaba más de 25 años viviendo, me dije. "Si supiera mi hijo que los árboles, las hierbas y los musgos hablan"; pero ya no disponía más tiempo para más explicaciones con sus respectivos detalles.
Al llegar a la calle Ayuntamiento, esquina con Sor Juana, tomé un microbús que me dejó en la avenida Insurgentes. Allí, en la parada del Metrobús, abordé el transporte que me condujo a la estación Centro Cultural de la UNAM en donde, tras ser empujado por la gente que los domingos acude a las salas de teatro, música y cine, me bajé.
-Aquí está muy seco. ¿No les echan agua a los árboles? —alcancé a oír que comentó una fémina, sin fijarme bien en ella. Nadie le contestó. Cierto, casi toda la vegetación de la reserva tenía un color café grisáceo, excepto los pirules y algunos eucaliptos, árboles que alcanzan hasta los quince metros de altura.
Allí, sobre un montículo de piedras volcánicas, cubiertas por un pastizal amarillento, a escasos tres metros de la transitadísima avenida Insurgentes, estaba mi objetivo. Sí, allí estaba, desnudo, completamente desnudo, se erguía entre el matorral seco, poblado de arbustos, de torcidas lianas y una que otra planta arbustiva con retoños y flores.
Otras veces, sin observarlo con detenimiento, lo había visto de reojo; y aunque pasaba aprisa, su imagen se me quedaba en la memoria. ¡Hasta se aparecía en mis sueños! Aun así, algo me atraía hacia él; era como una fuerza interior que, extrañamente, me empujaba a estar a su lado para asirlo. Sin embargo, en estos últimos días sentía que, al verlo sin hojas desde la ventanilla del microbús, era mi oportunidad de ir a escudriñar su entorno. Saber de cerca con qué plantas convivía. Él, revestido con una corteza de color gris ratón, destacaba entre toda la árida floresta. Inexplicadamente, contrastaban con la aridez de ese inusitado paisaje los verdes pirules que, en las prolongadas sequías, mantenían siempre su follaje con la vivacidad de ese color; los eucaliptos, la mayoría de ellos secándose y en proceso de extinción, sin que, al parecer, alguien estuviera pensando en llevarles agua de riego para detener la pérdida de esta arboleda de la que se extrae eucaliptol, un poderoso descongestionante nasal; y, asomándose entre las temerosas cavernas, orgulloso por su verdor, se erguía un fresno con su follaje tierno, acompañado por un pequeño árbol de jacaranda, carente de hojas; más allá, entre pequeños pero peligrosos barrancos y hondonadas cubiertas de pastos secos y amarillentos, crecían nopaleras; y, además, había hierbas floreciendo en esta época de estiaje, que me dieron la impresión de ser la piel de la reserva ecológica, constituida por una oscura roca volcánica, formando cuevas, inesperados precipicios de tres a doce metros de profundidad.
De pronto, la vereda formó un delta, pereciéndose a la pata de un ave; y, en una de esas veredas, me llamó la atención la brillantez de sobrecitos de color oscuro que me eran conocidos. Seguí con morbosidad esa pista. A mi lado izquierdo, sobre las escasas hojas cafés de los arbustos y la hierbas, colgaban los trofeos de eros: blusas descoloridas, una chamarra negra desteñida por el sol; y metida entre los nudos de dos árboles apretujados, tímida se asomaba una braga femenina que alguna vez fue blanca; y, por doquier, pedazos de papel higiénico, esparcidos no lejos de un par de tálamos de piedra volcánica, cuyo colchón lo constituían desdobladas cajas de cartón. Presidían esos encuentros de irrefrenable libido, botellas de Coca Cola, Pepsi Cola, incontables sobrecitos de condones, de fritos, de papas... Inesperadamente, mientras escudriño el espacio que alberga ese par de tálamos, un ruido atrae mi atención. Detrás del grueso tallo de un árbol de copal, objeto de mi investigación, desnudos como él, una pareja pasa apuros por vestirse. Cuando lo logran, huyen a toda prisa entre la arboleda de la Bursera Copallifera, una planta prehispánica cuya resina transparente y pegajosa que, a veces, al escurrir sobre sus tallos se parece a una brillante lágrima estirada. Investigaciones del siglo XVI informan que los habitantes mesoamericanos lo usaron para ceremonias religiosas; asimismo el copal sirvió para rituales asociados a Tláloc y a Chalchiuhtlique, fuerzas de agua y de vegetación. Francisco Hernández. protomédico de Felipe II, localizó alrededor de 20 diferentes tipos de copal. Copalquahuitl era su nombre de bautismo en la lengua náhuatl; en tanto que, en la cultura maya se le nombró Pom, humo aromático.
De regreso a la estación del metrobús, alguien me alcanza. De inmediato reconozco el rostro. Sudaba. Traía el pelo revuelto con algunas basuras. Enseguida, extiende la mano abierta y me dice.
-¡Señor! ¡Señor! Olvidó la tapa de su cámara. —¿Es suya?
-¿Mía? -respondo con extrañeza. Reviso la funda de mi cámara; y, en efecto, la tapa no estaba en su lugar.
-¿Nos tomó alguna fotografía? -nervioso, aún con la tapa de la cámara en su mano izquierda, el joven despeinado con pequeñas hojas secas sobre y entre sus cabellos oscuros, al mismo tiempo que volteaba hacia atrás, intranquilo hizo su última pregunta. En tanto, debajo de un frondoso pirul, sacudiéndose el pelo largo y rubio, una chica menor de veinte años espera impaciente. Y él, sin darme oportunidad de responderle, corre hacia ella.
*Estudiante del Taller de Crónica Literaria
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México