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"Excuse me, have you seen my wife?", o un intruso en la pirámide

Iwona Kasperska

Imposible describir con palabras las sensaciones que acompañan las exploraciones solitarias de las pirámides precolombinas. Imposible porque ¿con quién compartir las impresiones si la expedición es solitaria? Una puede hablar consigo, pero ¿por qué espantar a los pájaros? En los pasillos subterráneos, en las cuevas, cada suspiro alcanza dimensiones de murmullo, y un murmullo inocente despierta al eco que dormita tranquilo, hasta que llegue un intruso. El callarse es la mejor solución. Combatir la euforia con el estoicismo y simplemente admirar.

Al amanecer, la salida en micro de San Cristóbal de las Casas rumbo a Ocosingo. Pero primero, un americano caliente (¡y con azúcar!), ofrecido por mujeres que ya habían preparado tamales y café. Todas bien tapadas para aguantar el frío de las siete de la mañana. Un café suavecito y superdulce casi me mata, pero servido de una olla sentada en brasas y con un simpático "buen viaje" me calienta las manos rápidamente. Y no solamente las manos rígidas de frío.

En la terminal los choferes-gritones invitan a subir a los microbuses, vociferan los nombres de los pueblos a donde van, pescan a los últimos pasajeros. Subo al que va a Ocosingo. Me espera el asiento privilegiado, al lado del chofer, el que hasta entonces nadie había ocupado. Todavía no sé qué quiere decir eso, pero pronto lo voy a descubrir.

La autopista parece una serpentina. Del lado derecho, profundos valles llenos de niebla de entre la cual apenas se ven peñascos y cimas de árboles. Por delante está saliendo el sol, cuyos primeros rayos se convierten en un fondo iluminado para cruces solitarias y casitas de madera. Del lado izquierdo, un gorro enorme y una chamarra caliente. Por debajo de la chamarra brotan los brazos humanos que descansan en el volante. De vez en cuando las manos recorren el "equipo hi-fi" para seleccionar lo mejor de la banda, grabado en un disco pirata. Al principio, no me parece muy buena selección a las siete de la mañana, pero los pasajeros no se quejan, al contrario, están durmiendo a pierna suelta. ¿Y yo? Bueno, estoy admirando el paisaje y ni pienso dormir. No quiero perder ni una gota de la niebla, ni un rayo del sol.

Al cabo de dos horas de viaje por veredas serpentinas, por debajo de la gorra emerge una cabeza y pregunta a dónde voy. Bueno, el hecho de que no haya ni una sola parada en el camino no quiere decir que el micro no pueda parar para bajar a la gente a su gusto. Me aseguro de que para ir a Toniná tengo que llegar hasta la terminal, bajar al mercado y por allá tomar otro micro que me llevará al sitio arqueológico. Resulta que "el mercado está muy retirado, luego hay que esperar un micro a Toniná y el pase cuesta 20 pesos de ida y no se sabe a qué hora va ni a qué hora regresa". Ya entiendo. Por 50 pesos el chofer de la línea regular San Cristóbal de las Casas-Ocosingo me va a llevar a Toniná, va a esperar una hora y media y me va a traer a Ocosingo. Acepto. Lo importante es llegar a la pirámide lo más pronto posible y estar sola en el sitio, por lo menos unas horas. Tengo un presentimiento de que lo vivido en las yácatas de Tzintzuntzán e Ihuatzio no fue sino un preludio de lo que voy a vivir en Toniná.

No se puede separar la belleza de las pirámides de la naturaleza que las circunda y, a veces, las invade. Toniná es la estrella de la semana (de mi estancia en Chiapas) y no es una de las estrellas que sólo reflejan la luz de Palenque, sino la que brilla con luz propia.

De un lado, la selva, del otro, un llano que se extiende hasta el horizonte donde termina con unas colinas. Aparentemente, es un sitio mediano: sólo una plataforma. Pero consta de siete niveles. Del camino empedrado que lleva del museo del sitio hasta la pirámide, todavía no se ve gran cosa. Unas vacas y un caballo pastando, la selva, una palma solitaria. El elenco del sitio que lo mantiene impecable ya se está agitando por acá y por allá.

Al final de la caminata de unos cuantos minutos, entre las hojas secas de encinos se materializa una escalerita de piedra que baja, luego sube y me lleva al juego de pelota. Unos pasitos más y aparece la plataforma. En ella... ¡No! ¡Imposible! ¿Se me habrán adelantado? ¡Pero cómo! El sitio abrió hace media hora! Cálmate, mujer. Son los del mantenimiento que recogen hojas secas. Así que voy a explorarlo solita. ¡Que conste!

Siete niveles son siete niveles. La base de la plataforma es enorme y no se puede abarcar con la vista. Arbustos y árboles la invaden por donde pueden. La altitud también es impresionante. Desde lejos no distingo muchos elementos pero ya sé que una hora y media es poco tiempo. El chofer no me aquilató como era debido.

Lo más importante es una buena estrategia: que no se me escape nada, que no se descargue la pila de la cámara, que no me lastime los pies en las piedras filosas (ya veo que esto no es Teotihuacán). Empiezo por el flanco derecho, subo en diagonal por el centro, hago la peña, bajo por la izquierda y otra vez en diagonal para atravesar el frente de la primera plataforma. Bueno. ¡Adelante!

El silencio lo corta de cuando en cuando un pájaro o un ruido de un hacha que está trabajando abajo. Se escuchan las hojas hablando con el viento, el vientecillo. Quiero envolverme en la selva. Ni modo. Al cabo de los cinco metros que le había arrancado un machete, decido retroceder. Las fobias me hacen escuchar serpientes arrastrándose por entre las hojas lo que, de manera considerable, influye en la decisión de retirarme. Qué bien que no supiera nada de las monas.

Los que "corren" se notan más en la cima de la última plataforma. Yo para nada quiero correr el riesgo del encuentro "face to face" y no me siento en los bloques de piedra. Tranquila, la fauna constituye la minoría. Es la vegetación la que realmente me fascina. Los mayores descubrimientos: orquídeas, árboles de corteza rojiza y semillas de encinal en enormes vainas. El rey del sitio: durísimas vainas llenas de algodón compacto que se deshace al aire y oculta semillas negras. Encuentro algunas vainas pero ni siquiera se me ocurre que puedan haber caído de un árbol de corteza picuda, en una palabra, el no-sé-qué más sorprendente del sitio. Tanto el árbol como el fruto. Y como acontece en México, al mismo tiempo puedo observar frutos ya secos debajo del árbol, los que apenas están madurando en el árbol, y flores que más adelante darán frutos. Gran parte de este tesoro nacional acaba en el fondo de mi mochila.

Nunca se me había ocurrido que el registrar de cuevas, pasillos oscuros y estrechos y escaleritas resbalosas, me despertaría tantas emociones. El ambiente de adentro lo compone, antes que nada, la perspectiva desde las ventanillas (que quién sabe cómo se llaman) que dejan entrar luz y aire para conducirlos a través de otras ventanillas de las que emana olor a tierra y humedad del fondo de la pirámide. Y la falsa bóveda que puedo tocar y dar vueltas y vueltas por debajo para gozar del momento. Y las grecas en la fachada del Palacio del Sol. Y los bajorrelieves, sobre todo los del Mural de Cuatro Soles, que parecen tan frágiles como porcelana china. Bueno, lo que quedó de ellos en Toniná me hace pensar en pedacitos de porcelana de las que alguien intentó en vano reconstruir unas tazas. Es lo que duele más.

Desde la cima de la última plataforma puedo admirar la selva, tal vez no tan densa y sabrosamente verde como en Palenque tropical. Pero las aves que vuelan por encima de las ruinas asombran, y eso es lo que ninguna Palenque ni otra ciudad maya de este tamaño (de turistas) puede proporcionar. En realidad, lo encantador del sitio es el silencio imperante.

Tengo una vista perfecta de lo que pasa abajo. Ya en el nivel del Templo del Monstruo de la Tierra vi una pareja. ¡Híjole! Esta vez sí me puse nerviosa. En serio. No me levanté a las quince para las seis para que algún(os) intruso(s) me molestara(n) en la pirámide. Y sí, me molestó que haya otra persona que, como yo, registra cada huequito y cada piedra. Los de abajo (de la pirámide por supuesto, pero no la social) no parecían ser de la misma clase (?) que yo. Lo que quería decir que antes de que yo llegara hasta la cima, ellos ya estarían allá. Me equivoqué en cincuenta por ciento. Me alcanzó arriba sólo la parte más fea: "Have you seen my wife?" ¡What! Un tipo pelirrojo, sudando como loco, parecía aún más excitado que yo (si esto es posible). Y eso fue lo que sí pude entender. La vi, como no, allá, abajo y desde la cima de la pirámide. Supongo que la desanimó la falta de barandilla o cuerda, lo que sea, y las piedras de la escalera que bailaban zapateo debajo de mis zapatos. ¡Oh, Teotihuacán!

Pido al pelirrojo que me tome una foto. Lo hace todo "delighted". Creo que reconoció en mí el mismo espíritu explorador. Por eso me está observando, nota cada movimiento de mis manos que llenan la mochila de tesoros, sigue mis pasos hasta donde no se puede entrar (yo quepo, él no tanto). Por si acaso me pregunta si vi un agujero muy interesante que me indica con la mano. Le agradezco y me dirijo hacia el lugar en cuestión. Parece un depósito, un chultún. El pelirrojo me sigue pisándome los pies.

Que no pienses, pinche Iwona (cita auténtica), que estos picos en el tronco del árbol-estrella vegetal del sitio, es un capricho de la naturaleza. ¡Qué va! Acá todo tiene su explicación transcendental: la naturaleza se refleja a sí misma, como dice un guía que de repente emerge en el flanco izquierdo. La corteza del árbol es como la faz de la tierra y los picos son como sus habitantes. Suena lógico, ¿no? El guía-mamón de cuyo nombre no puedo acordarme, me pregunta si noté que el algodón que está flotando en el aire viene del fruto del mismo árbol. Ya sé. Me vio recogiendo vainas y sabe que es mi punto débil. Claro que vi vainas, algodón y semillitas negras (lo recogí todo) pero no se me ocurrió que todo venía del mismo árbol. Al final de la conversación, el guía me indica una vaina más. La recojo, doy gracias, me despido y a flotar con el algodón en el aire.

En la parada del museo no hay micros. Mi chofer desapareció. Bueno, tres horas no es una. "Tuvo que regresar" - dice un señor del puesto de bebidas. "A trabajar" - completo. Estoy esperando otro micro que me lleve de regreso a Ocosingo. Reviso mis tesoros para matar el tiempo. Desgarro las vainas para sacar semillas y ganar espacio en la mochila. "Son vainas del encinal" - dice el señor del puesto de bebidas, observándome con una sonrisita.

Regreso a Ocosingo con el pelirrojo y su esposa que, no sé dónde, pero fue recuperada. Habla como cubana. Él habla muy bien español.

En Ocosingo me doy cuenta del calor insoportable. El mercado está repleto. No me aguanto y compro un cubo de mangos. Qué pena que no tenga tiempo para una exploración del mercado. Con mucha dificultad, porque es todo el tiempo subiendo, llego a la terminal. En un banco alcanzo a ver a mi chofer particular (con todas las acepciones de esta palabra vigentes). A pesar de todo le pago, pero la mitad de lo que le debía.

Esta vez soy la primera pasajera del micro. Ocupo un asiento de atrás. Llevo casi una hora esperando hasta que se llene todo. Por el viaje a Ocosingo "mi" chofer me cobró en Ocosingo. Esta vez, el conductor nos cobra antes de partir. Por supuesto, no recibimos ningún boleto.

* Profesora polaca de Traducción y estudiante de Náhuatl
UNAM
iwona_kasperska@yahoo.com
Fotografía: Iwona Kasperska