Para aprender y enseñar español | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
De cómo nos enseñan las lenguaspor Mario Gómez Del Estal Villarino* | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
Resumen:
El presente artículo es una reformulación
(con pocos cambios) de la conferencia que bajo el título de ¡Están locos
estos profesores! impartí en la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid dentro
de las jornadas celebradas con motivo de su nonagésimo quinto aniversario,
invitado amablemente por el Departamento de Español. Despliega, entre bromas y
veras, una serie de ataques a las propuestas metodológicas más poderosas como
medios para la adquisición de lenguas, tratando de dar voz aquí a los que nunca
la tienen, es decir, a los estudiantes. Se publica con la confianza de que sus
tácticas sobrepasen el terreno estrictamente académico, esto es, que no sólo
sirvan a los docentes para escurrirse de la condena que supone la asunción de
cualquier método didáctico, sino que sean útiles al público en general.
En
lo que sigue trataré de atacar la metodología, en sentido lato, de la enseñanza
de lenguas extranjeras en los últimos cien años. Como cualquiera sabe por lo
bajo (aunque no quiera reconocerlo), esto de la historia y la evolución de los
tiempos (incluida la de la metodología de enseñanza de lenguas) es una de las
mayores mentiras que se nos cuentan todos los días. Nada hay en la historia de
la humanidad que no le pase a cualquier niño que viene a este mundo. Es lo que
algunos llaman, con esos vocablos tan altisonantes, de identidad entre la
ontogenia y la filogenia, es decir, entre el individuo y la especie. En otras
palabras, que lo mismo que le ha pasado al hombre en la historia le pasa a
cualquier individuo en su historia personal. Puestas así las cosas, os voy a
relatar mi historia personal con el aprendizaje de lenguas, en la confianza de
que la descripción de lo que me ha pasado a mí mostrará sin más lo que le ha
pasado al hombre a lo largo de la historia. O sea, que hablando de mí, hablaré
de todos. Mi
primer contacto con el aprendizaje consciente y explícito de una lengua extraña
fue, como para muchos, en el instituto, en las clases de latín y de griego.
¿Cómo fue aquello? Pues, la verdad, un auténtico ladrillo. Listas y listas de
declinaciones (aquello de rosa, rosa, rosam, rosae, rosae,
rosa, que nos quitó las ganas de regalar o hablar de rosas para el resto de
la adolescencia) y también montones de reglas gramaticales y combinaciones de
piezas léxicas, que teníamos que aprendernos de memoria para poder aprobar el
examen traduciendo alguno de los textos de la Guerra de las Galias
(aquello de Gallia est omnis divisa in partes tres, quarum
unam incolunt Belgae, ...). ¡Cuántas batallas
nos tragamos en las clases de latín! No parecía sino que los romanos se hubieran
pasado la historia dando guerra a los demás, persiguiéndolos, matándolos,
conquistándolos... Todo para imponerles la civilización y la paz romanas y, de
paso, sus calzadas y sus leyes. Aunque ahora que reparo en ello, las cosas no
han cambiado mucho desde entonces, ¿no? Sigue el imperio persiguiendo gente,
matándola, conquistándola... Y todo para imponerles la civilización y la paz
occidentales y sus carreteras y petróleos, y sus leyes y democracias. En fin,
otro caso donde se ve eso que os decía de la mentira de la evolución de los
tiempos y del progreso y de que las cosas cambien. Cambian, sí, pero para
seguir igual. Pero
volvamos al latín. ¿Qué es lo que importaba en las clases de latín? Pues,
mayormente, aprobar el examen, como siempre, como ahora. Y para ello, como os
he recordado, memorización de declinaciones y reglas sintácticas para poder maltraducir, con el diccionario siempre en la mano, los
textos que nos traían los profesores. Textos, textos y textos: Julio César,
Cicerón, Sófocles, Platón, etc. Pero con tal cantidad de obstáculos para el
entendimiento directo de lo que decían sus palabras (ejemplos ad hoc de frases aisladas y estúpidas en
los niveles iniciales para aprender gramática, textos mutilados para practicar
estructuras o vocabulario en los niveles siguientes, obsesión permanente por la
gramática sin pasar nunca al comentario de lo que allí se estaba diciendo) que
allí no había manera de sentir ni de pensar algo de lo que decían esas voces
tan lejanas y que sólo después de muchos años he podido sentir cercanas. Otra
tortura más a la que nos sometía el sistema educativo. Esta
concepción de la enseñanza de las lenguas clásicas, cuyo objetivo es el
acercamiento a sus literaturas como productos culturales de la más alta estima
y que, por tanto, deben conocer y manejar las clases cultivadas, se trasladó a
la enseñanza de las lenguas vivas. Es lo que don Antonio Machado, profesor de
francés que fue, explica del siguiente modo a través de la voz de Juan de
Mairena: "Porque
no hay más lengua viva que la lengua en que se vive y se piensa, y ésta no
puede ser más que una –sea o no la materna- debemos contentarnos con el conocimiento
externo, gramatical y literario de las demás. No hay que empeñarse en que
nuestros niños hablen más lengua que la castellana, que es la lengua imperial
de su patria. El francés, el inglés, el alemán, el italiano deben estudiarse
como el latín y el griego, sin ánimo de conversarlos. Un causeur español, entre franceses
cultos, será siempre perfectamente ridículo; vuelto a España al cabo de algunos
años, será un hombre intelectualmente destemplado y disminuido por la
dificultad de pensar bien en dos lenguas distintas. ¡Que Dios nos libre de ese
hombre que traduce a su propio idioma las muchas tonterías que, necesariamente,
hubo de pensar en el ajeno! Y si llega a ministro..." Como
veis, el propio don Antonio asume esta concepción de la enseñanza. Y el caso es
que razón no le faltaba en alguna de estas razones, porque cualquiera conoce
las tonterías mayúsculas que andan soltando por ahí (en la televisión o en la
prensa) los altos ejecutivos de la empresa o del estado que vuelven, reforzados
en su fe, de un máster en Estados Unidos o Japón, y los problemas que se les
presentan a la hora de traducir al español las cosas que les contaron en el
curso. Ya se sabe: el inglés es ahora la lengua de Dios, el idioma de la nueva
teología del dinero y el individuo. Y cualquier sinsorgada
que se ponga de moda en el mundo anglosajón (sea en el cuidado corporal, la
alimentación, la economía o la televisión), nos la meten hasta en la sopa de
ajo o el gazpacho. Y el caso es que los que se deslumbran y emboban ante el empleo
de palabras de raigambre inglesa, bien poco suelen saber de esa maravillosa
lengua (como todas) que es el inglés. O si no, leed el soneto de Shakespeare
que el propio don Antonio Machado tradujo (sí, tradujo, a pesar de lo que antes
os he comentado; y muy bien traducido, por cierto; claro: don Antonio no fue
ministro ni quiso serlo...): When my love swears
that she is made of truth, I do believe her,
though I know she lies, that she might think me some untutored youth, unlearned in the world’s false subtleties. Thus vainly thinking
that she thinks me young, although she knows my days are past the best, simply I credit her false-speaking tongue; on both sides thus is simple truth suppressed. But wherefore says
not she that she is unjust? And wherefore say not
I that I am old? O, love’s best habit
is in seeming trust, and age in love loves not to have years told. Therefore I lie with
her, and she with me, and in our faults by lies we flattered be. Y
don Antonio lo tradujo de la siguiente manera en Los complementarios, en la voz del poeta apócrifo Andrés Macizo,
aclarando que "no es esto exactamente lo que dice Shakespeare; pero léase
atentamente el soneto y se verá que es eso lo que debiera decir": Mi amado,
¡cuánto te quiero! dijo mi amada, y
mentía. También yo
mentí: te creo. Te creo,
dije, pensando así me tendrá
por niño, ¡ella que sabe mis años! ¿Es el amor
artificio de mentiras sin
engaño? ¡Labios que
mienten y besan! Es la mentira
tan dulce... ¡Mintamos a
boca llena! Y
de ese soneto de Shakespeare también sacó don Antonio un terceto de gracia y
verdad insuperables, que a pesar de un aparente tufillo despreciativo para con
la raza gitana, lo que esconde es un látigo de siete colas contra la raza paya: Cuando dos
gitanos hablan es la mentira
inocente: se mienten y no
se engañan. Pero
dejemos tan interesantes reflexiones y volvamos a las lenguas clásicas y a la
metodología empleada para su enseñanza, el método de gramática y traducción,
que ha sido el más empleado a lo largo de la historia de la humanidad para el
aprendizaje de lenguas extrañas y, según muchos autores, el más empleado
todavía en la actualidad. El
conocimiento de las lenguas clásicas ha sido a lo largo de la historia uno de
los sellos inconfundibles de la buena educación de las clases adineradas, de
las minorías que poseían el conocimiento y el poder. Los consejos y
pensamientos de Séneca, Julio César, Cicerón o Aristóteles formaban la base
cultural de los futuros mandatarios: eran el conocimiento vedado a las clases
populares, la propia justificación del poder. Ya sé que algunos estaréis
pensando que también en los textos clásicos, de Sócrates, de Aristófanes, de Zenón, hay mucha crítica social y política.
Sí, así es. Pero como a quienes podían llegarles tales conocimientos no eran la
gente corriente, el pueblo llano, lo más que a veces se conseguía es que a
alguno de los hijos ociosos de los ricos le entrara la mala conciencia y
recogiera, en sus propios escritos, algo de esos razonamientos con honradez.
Poco más. Lo
importante, lo mayoritario, era conocer, comprender y asimilar lo que habían
dicho los grandes pensadores antiguos para sostener el dominio. Y para ello
había que iniciarse en una lengua secreta, hermética (todos recordáis aquí lo
que supuso el latín eclesiástico de aureola mágico-misteriosa para el ritual de
la iglesia católica durante siglos. De hecho, desde que se les entiende algo,
se les están vaciando los templos). La iniciación lingüística en el latín y el
griego no tenía como objetivo el hablarlos (aunque en algunos casos, como los
de los teólogos y otros, sí que importara), sino el ser capaz de traducir los
textos grecolatinos, y también (aunque menos) de escribir en esas lenguas.
Absoluto predominio, pues, del texto escrito, lógicamente concebido en la mayoría
de los casos como texto sagrado o cuasi sagrado (los textos clásicos profanos o
peligrosos han conocido la censura y el olvido hasta épocas bien recientes,
salvo las honrosas excepciones que he mencionado antes). El hecho de que el
objetivo fuera la traducción e interpretación de textos escritos condicionó el
método de aprendizaje. Traducir, leer o interpretar un texto escrito, en tanto
que técnicas, no conocen la prisa: tenemos todo el tiempo del mundo para
llevarlas a cabo. No hay un oyente al otro lado que espere impacientemente
nuestra respuesta; el autor del texto, muerto como está, se ha salido del
tiempo y sus palabras están ahí fijas para siempre. De este modo, no es
necesario que los aprendices alcancen un conocimiento subconsciente o
automatizado de los mecanismos lingüísticos: basta con un conocimiento
consciente. Para traducir un texto de latín podemos revisar las declinaciones
cuantas veces sea necesario, consultar hasta aburrirnos el libro de sintaxis
latina, volver y volver a bucear en el diccionario. No hay prisa: el texto
siempre nos va a esperar. Por todo ello, el conocimiento explícito y consciente
de la gramática (entendida como combinación de sintaxis y morfología) es el
objetivo principal de la presentación gramatical y de su ejercitación práctica.
Se le presentan al alumno las declinaciones nominales y adjetivales y las
conjugaciones verbales, junto con ciertas reglas sintácticas y bastante
vocabulario, y después se le suministran un buen puñado de ejercicios de
traducción directa o inversa. Poco más hace falta para traducir. El fracaso de
la enseñanza de las lenguas clásicas, al menos por lo que respecta al poco
interés que los profesores consiguen despertar en los estudiantes (harina de
otro costal es la pérdida de prestigio social del conocimiento clásico, que es
el otro factor fundamental), estriba, sin duda, en la conversión del medio en
fin, del instrumento en objetivo, es decir, en haber renunciado a hablar con
los estudiantes de lo que dicen Sócrates o Séneca como si nos lo estuvieran
diciendo a nosotros ahora mismo, para quedarse solamente con la gramática, con
las declinaciones, con la sintaxis, que es la única manera de aprobar el
examen. El medio como fin, la gramática como objetivo. En eso quedó (y se
queda) el método tradicional de enseñanza, el de gramática y traducción. Pero
sigamos con el repaso a mi biografía personal con el aprendizaje (mejor dicho,
con la enseñanza) de lenguas. La siguiente lengua que me tocó estudiar fue el
inglés. A decir verdad, no fue la siguiente después del latín y el griego, pues
la estudié también en el instituto. En aquellas clases, de la mano de aquellas
profesoras tan rubias y tan modernas (sin duda, eran lo mejor de las clases de
inglés), conocí el método audiolingual o estructural
de enseñanza de lenguas. Nos venía de los tiempos de la II Guerra Mundial y de
la posterior guerra fría entre rusos y norteamericanos, de los programas
educativos militares, que lo diseñaron como forma de dar respuesta rápida a la
necesidad de comunicación inmediata entre los intérpretes militares. Habíamos
pasado de estar en manos de los intelectuales y sacerdotes que justificaban a
los poderosos, a estar en manos de los militares, que seguían justificando a
los poderosos, aunque esta vez con armas reales y no metafóricas, como
correspondía a la época histórica. Ese origen militar del método audiolingual o estructural influyó, sin duda, en sus
características más llamativas y palpables. De cualquier modo, supuso un
importante cambio del objetivo de aprendizaje. Ya no se trataba de facilitar el
acceso a los textos escritos clásicos, sino de facilitar la comunicación oral.
El propio nombre del método (audiolingual) indica
bien a las claras sus propósitos: desarrollar la comprensión y expresión orales
en la lengua extranjera, usar el oído y la lengua. Pero, claro, ya sabemos que
de buenos propósitos está empedrado el infierno... Lo
primero que llamaba nuestra atención en aquellas clases era que la profesora se
dirigía muchas a veces a nosotros en inglés. No para llamarnos al orden (eso
sólo lo podía hacer en castellano alto y claro), ni para explicarnos alguna
dificultad gramatical, ni tampoco para contarnos qué es lo que podía caer en el
examen, sino para remedar con nosotros (mediante la lectura en voz alta o la
simulación de intercambios lingüísticos) el diálogo del inicio de la lección,
en el que dos (o más) interlocutores ponían en juego las estructuras
sintácticas que había que aprender. "Situación" le llamaban
a diálogos como los siguientes: Ù ¡Bienvenido! Eres el
último. Juan y yo hemos llegado hace un rato. ¿Has traído tú solo todo este
equipaje? ·
Sí. He venido en taxi. ¿Me ayudas a llevarlo a mi habitación? ¿Qué ruido es
ése? Ù Hay un fontanero en
la cocina. El grifo no funciona bien y lo está arreglando. ·
Y ese señor, ¿quién es? Ù Es el electricista.
Está poniendo unos enchufes. ·
Y Carlos, ¿dónde está? Ù Está en su
habitación. ¨
¡Ah! ¿Estás aquí? Yo todavía estoy deshaciendo las maletas. ·
Yo las desharé esta tarde. Ahora estoy muy cansado. ¿Hay llaves para todos? Ù El dueño sólo nos ha
dado una del portal y otra del piso. Pero yo he hecho dos más. ¿Quieres las
tuyas? ·
... ¡Señora
del amor hermoso! ¿En qué casas de besugos a medio cocer nos querían meter?
Ahora me explico por qué acabábamos pensando que los pobres ingleses eran todos
medio idiotas. Otra joya parecida, esta vez de compras:
Pues
nosotros, no. Nosotros no lo compramos: a nosotros nos lo vendieron a la
fuerza. Y ya se sabe lo que ocurre con las cosas que te venden a la fuerza: que
acaban arrumbadas en un rincón del trastero. ¿Qué
había pasado? Pues que si en las clases de latín y griego la enseñanza
explícita de la gramática postergaba (muchas veces, indefinidamente) el acceso
a las maravillas de la cultura clásica, a los textos de verdad, con el método audiolingual o estructural, la gramática, esto es, las
estructuras, no postergaban el diálogo, no: se lo habían comido por entero. Los
diálogos de las "situaciones" que se nos presentaban no eran más que una
sucesión de estructuras sintácticas (siguiendo el modelo de colocación de los
ladrillos en una pared), seleccionadas en función de los contenidos de la
lección. Audiolingual, sí, de oído y lengua, pero de
cabeza, poca, muy poca. De corazón mejor no hablemos. Pero,
bueno, no eran los diálogos lo importante. Lo importante venía después. Los
diálogos eran como los redobles del tambor, la presentación del artista, el
anuncio del ejercicio que se iba a ejecutar posteriormente. Porque si en el
caso del latín y el griego, como he mencionado antes, no importaba para nada el
tiempo y por ello la enseñanza de la gramática atendía al desarrollo del
conocimiento explícito y consciente de las declinaciones, las conjugaciones
verbales o el vocabulario (que nos tuviéramos que aprender de memoria todo eso
era, simplemente, para acelerar las cosas), en el caso, sin embargo, del método
audiolingual o estructural (lo que fue uno de sus
principales objetivos ya desde su origen en los programas militares), se
trataba de automatizar las estructuras, los mecanismos morfosintácticos para
obtener respuestas inmediatas. Y como sabe cualquier militar (o cualquier
psicólogo conductista, que lo uno siempre va con lo otro), para que todos los
soldados desfilen como un solo hombre, lo que hay que hacer es instrucción,
instrucción e instrucción. Izquierda,/ izquierda,/
izquierda, derecha,/ izquierda. Y para ello, ejercicios como éstos:
O
este otro:
Os
pido disculpas por la machaconería o martilleo de esta batería de ejercicios
(que así se llaman con tanto acierto): sólo quería haceros sentir un poco lo
absurdo y mecánico de sus procedimientos. Y conste aquí que ya se sabe que
repetir es una de las técnicas más viejas y útiles para el aprendizaje, pero
repetir con sentido, esto es, que cada repetición sea nueva y diferente, valga
la paradoja para lo que valga. No
obstante, justo es reconocer que con el método audiolingual
nos habíamos librado, en buena medida, del aprendizaje explícito de la
gramática, del estudio y memorización de las conjugaciones y reglas
sintácticas. Bueno, librado a medias, porque muchas veces la profesora no se
aguantaba las ganas de darnos tres o cuatro recetas gramaticales bien claras y
explícitas. Pero en el libro las abstracciones gramaticales (morfológicas o
sintácticas) se presentaban de modo inductivo, mediante ejemplos de
transformación de frases o pares mínimos dialogales con los cambios oportunos
(aquello de Me estoy comiendo una manzana:: Yo también me la estoy comiendo), y resaltando el
fenómeno en cuestión a través de recursos tipográficos. Vamos, que la gramática
nos la hacían tragar con dibujicos: como el jarabe,
dulce pero con medicina. El problema es que les pasaba lo mismo que al jarabe:
que el sabor que te quedaba al final era la amargura del medicamento, que al
final había que completar los ejercicios después de que la profesora te hubiera
explicado claramente en qué consistía su mecanismo. Pequeñas deficiencias
metodológicas que el buen hacer de la profesora subsanaba sin mayores
quebraderos de cabeza. ¿Y
dónde quedaba lo oral? Porque lo que os he presentado son diálogos y ejercicios
escritos. Bueno, la oralidad estaba en aquellos estupendos magnetofones de
carga superior (que todavía sobreviven en alguna escuela, y bien que cumplen su
función), que nos permitían escuchar voces de ingleses de carne y hueso (o
casi) leyendo el diálogo. Bueno, eso los pobres. Los ricos (o los que habían
sacado una plaza en una escuela oficial de idiomas) tenían laboratorio de
idiomas. Eso de irse todos al laboratorio, a ponerse esos cascos tan aparatosos
y a seguir las instrucciones del profesor, que unas veces había que repetir,
una a una, las frases que íbamos oyendo, otras veces nos grababan para corregir
y corregir fonética, y otras nos ponían a responder por escrito a diversas
preguntas a partir de lo que habíamos entendido (poco, es cierto). Todo bastante
aburrido, repetitivo, mecánico, machacón. En eso quedaba la oralidad. En eso y
en un par de canciones al mes, que algunas, por cortesía y gracia especial de
la profesora, eran de las que nos gustaban de verdad: todavía me acuerdo de la
letra de Stairway to Heaven, de los Led Zeppelin, que nos enseñó la profesora Micaela. Algo
queda, estaréis pensando por lo bajo, siempre queda algo, siempre se aprende
algo. Sí, siempre queda algo, siempre se aprende algo. Pero es que eso, como es
de razón, siempre ocurre: hagamos lo que hagamos, siempre se puede aprender
algo, aunque nada más sea que no hay que volver sobre ello. Y
del Instituto, pues pasé a la universidad. Y allí me tocó, con sus dedos
mojados en ilusión, serpentinas y papel celofán, la revolución: la revolución
comunicativa, digo: allí conocí la enseñanza comunicativa de la lengua, en mi
caso, del inglés (porque el latín y el griego seguían por sus mismos
derroteros, como es lógico: ¡pues sólo faltaba que nos hubiéramos puesto a
hablar en griego!). Las clases de inglés de la facultad de filología en que
estudié se realizaban siguiendo los principios del enfoque comunicativo, la
metodología de enseñanza que surgió, entre otros lugares, en el centro de la
Unión Europea (o Mercado Común creo que lo llamaban por entonces, con nombre
menos mentiroso). Se habían montado los países europeos más poderosos, allá por
los setenta, un buen tenderete comercial, una amplia zona portuaria donde darle
al dinero lo que es del dinero, o sea, a Dios lo que es de Dios, que es la
identificación que ha sido desvelada en esta etapa de la historia. Y, claro,
hacía falta que el personal se entendiera medianamente para poder llevar cabo a
gran escala el inmenso mercadeo que se veía venir, el comercio a lo grande que
las grandes corporaciones y los estados venían deseando, implorando a los
cielos, desde la revolución industrial. Y para eso surgió el método
comunicativo: como posibilidad de iniciar, a varias centenas de millones de
clientes potenciales de todo el mundo, en los rudimentos lingüísticos básicos
de las lenguas económicamente más poderosas, con el objetivo explícito y claro
de la compraventa generalizada, del consumo masivo, del movimiento permanente y
fluido de ejecutivos y agentes comerciales de un país a otro. Por algo las
lenguas económicamente más débiles no han conocido todavía la enseñanza
comunicativa, al menos en el grado de perfeccionamiento del inglés y otras.
Vamos, que si de las manos de los cultos y sacerdotes habíamos pasado a las de
los militares, con el enfoque comunicativo nos metíamos de lleno en las fauces
insaciables de los mercaderes. Bien,
pero ¿qué pasaba en las clases? Pues, de entrada, que el inglés era la lengua
más utilizada por el profesor. Ya no le hacía falta llamarnos al orden (en la
universidad está claro que el orden ya te ha llamado), vamos, que no necesitaba
decirnos que nos calláramos en castellano alto y claro. El profesor hablaba,
organizaba, nos repartía en grupos, presentaba actividades, nos daba
instrucciones para realizarlas y luego, hala, nos dejaba solos ante el peligro:
solos con el compañero o los compañeros para que nos comunicáramos en inglés,
para que habláramos. ¿De qué? Pues de lo que nos tocaba producir por aquellas
bocas según los papeles que nos había asignado dentro de las situaciones que
nos había propuesto. Situaciones, sí, que eso lo tomó el método comunicativo
del audiolingual o estructural, pero situaciones
perfeccionadas, precisadas y bien definidas. Los fundadores del método habían
hecho un análisis previo de las situaciones potenciales a las que tendría que
enfrentarse un turista o agente comercial en viaje de negocios (aunque parezca
que el turista lo que hace es un viaje de placer, lo que verdaderamente hace es
mover dinero: no hace falta que os explique que una cosa es hacer turismo y
otra muy diferente viajar o vivir en otro país), y esas situaciones eran las
que se sucedían a lo largo de las lecciones del libro: desde ocupar una
habitación de hotel previamente reservada, hasta hablar del tiempo en un ascensor
o comprarse un aparato reproductor de vídeos Beta. Ese análisis de situaciones
potenciales, como es lógico, necesitaba una idea concreta y precisa del mundo y
de las relaciones sociales y personales de la que partir, una fotografía fija y
definida de la realidad, y ahí estaba como modelo, como no podía ser de otro
modo, el ideal occidental de la sociedad capitalista del último cuarto del
siglo XX. ¡Qué feliz coincidencia! Así
que las lecciones del libro comenzaban con unos diálogos escritos, que debíamos
también escuchar, y una serie de preguntas de comprensión general o detallada.
Diálogos como éstos:
Otro: - A mí me
parecía que era importante que todo el mundo supiera que nos íbamos a trabajar
a Guadalajara, pero el jefe de personal no opinaba así. - ¿Y por qué? - Pues no lo
sé muy bien, pero tal vez se imaginaba que los compañeros protestarían la
decisión o que harían huelga o algo así. - No, no. Yo
me refería a por qué os trasladaron a Guadalajara. - ¡Ah! Porque
acababan de crear una sucursal y querían que la dirigiéramos nosotros. Por
nuestra experiencia, supongo. Como
acabáis de leer, diálogos de gente que funciona, que trabaja, que mueve dinero,
que reclama sus derechos, que comenta y expresa sus opiniones. Y todo ello con
bastante autenticidad y naturalidad, ¿verdad? Ya no estamos con aquellos
diálogos de besugos del método audiolingual, hechos ex profeso para la presentación de
estructuras. Claro que esto de la naturalidad... Sonar, suenan bien, pero suenan
a diálogos de personajes de serie televisiva norteamericana (o su
correspondiente copia española). Yo, desde luego, y también la gente que
conozco, nunca hablo así: jamás. Y ahí radica el principal problema del método comunicativo,
que se palpaba cuando nos tocaba a nosotros reproducir diálogos semejantes a
éstos en las actividades que nos proponía el profesor: o bien nos daba un asco
tal que no había manera de llevarlas a cabo (pocas veces), o bien las hacíamos
siguiendo el modelo demasiado al pie de la letra y reproduciendo una especie de
diálogo de loros que no se escuchan el uno al otro (la mayoría de las veces), o
bien nos entraba el ansia teatrera y nos metíamos de lleno en el papel de
ejecutivos o guías de museo y entonces hasta parecía que funcionaba la cosa
(pero esto, claro, en pocas ocasiones). Ése es el problema del enfoque
comunicativo: las situaciones que se proponen para la interacción lingüística
entre los estudiantes requieren que el aprendiz se sienta cómodo en ellas para
poder llevarlas a cabo, que se identifique con su papel. Y esto es muy, muy
difícil, incluso después de negociar las situaciones con los propios
estudiantes, pues en la mayoría de los casos, ni los propios alumnos saben muy
bien qué es lo que quieren hacer en la lengua que están aprendiendo o tienen
pocas ganas de saberlo o pensarlo. O
si no, mirad un tipo de actividad clásica del enfoque comunicativo. Las
instrucciones rezan así: Eres
propietario/a de uno de estos pisos. Hoy tenéis reunión de la comunidad de
vecinos. Tú eres uno de ellos. Defiende bien tus intereses. Orden del
día: pintar la escalera y la fachada; cambiar el ascensor, que es muy viejo;
despedir a la portera y poner portero electrónico; subir la cuota mensual de la
comunidad; elegir nuevo presidente; ruegos y preguntas. Papeles 1. Matrimonio
joven, con un hijo. Buena situación económica, trabajan los dos hasta las tres.
No se llevan bien con la portera. Viven en el primero. 2. Casado.
Sin hijos. Trabaja en un banco. Su esposa no trabaja. Se lleva mal con la
portera. Le gusta mucho la limpieza. Vive en el quinto. 3. Vive sola.
Dos niños. Trabaja todo el día. Buenas relaciones con la portera. Mala
situación económica. Vive en el segundo. 4. Matrimonio
mayor, jubilados. A él le encanta pintar. Ella se pasa el día con la portera. A
él no le importaría ser presidente. Viven en el tercero. No se llevan bien con
los del quinto. No
sé vosotros, pero yo bastante tengo con las reuniones de vecinos a las que me
toca obligatoriamente asistir. Vamos, que bastante tengo con el papel que me
toca representar en este mundo para andar poniéndome a representar otros que,
para mayor escarnio, son igual de aburridos. Bueno,
¿y cómo era la gramática del enfoque comunicativo? Pues aquí nos encontramos
con una auténtica novedad, si es que no os parece excesivo calificarla de
originalidad: las funciones y nociones lingüísticas, que por ellas se le llama
también enfoque nociofuncional (aunque no se
correspondan con exactitud una cosa y la otra, es decir, enfoque nociofuncional y método comunicativo). Los fundadores del
método, una vez definidas con precisión las situaciones sociales típicas,
extrajeron de ellas una serie de piezas lingüísticas, fueran frases o
combinaciones de frases, que venían a cumplir un propósito de interacción
social, un objetivo mínimo de interacción con el interlocutor dentro de los
objetivos mayores que determinaban las situaciones, como la compra de un
producto o las instrucciones en la calle para encontrar una dirección. Cosas
como preguntar y responder por el nombre, la nacionalidad o la profesión (para
la situación de conocerse o establecer primeros contactos), pedir y expresar
recomendación sobre un producto o intentar convencer aludiendo a las cualidades
de algo (para la situación de compra de un producto), o hablar de los
parecidos, los cambios físicos o de carácter, las diferencias de edad o el
origen de una relación (para la situación de hablar de personas). Esto
de las funciones lingüísticas (no tanto lo de las nociones) es uno de los
principales aciertos del enfoque nociofuncional,
dicho sea de paso. Gracias a ellas, se dio con una descripción única y
efectiva, de aplicación didáctica aceptable, que permitió encontrar el punto
común entre expresiones que a cualquier otra perspectiva de análisis lingüístico
le resultan diferentes y dispersas. Porque frases como no sé, lo ignoro, lo desconozco, vaya usted a saber, ni idea, ni puñetera
idea, yo qué sé o, fuera de lo lingüístico, los gestos simultáneos de
encogerse de hombros, levantar las cejas y apretar los labios, son cosas de
ámbitos radicalmente distintos para la gramática tradicional o estructural,
cuando no directamente invisibles, pero son una sola cosa y la misma para una
descripción funcional o pragmática, a saber, expresar ignorancia, que es el propósito de interacción social con
el que se realizan. Y las diferencias entre unas y otras frases y gestos
encuentran su explicación dentro de ese análisis pragmático o funcional, a
partir de criterios como el registro lingüístico, el grado de familiaridad con
el interlocutor o la expresión de diversos sentimientos. Pero la principal
virtud de la descripción funcional de la lengua es, sin embargo, su
inconveniente más destacado: sus unidades de análisis y descripción dependen
excesivamente de los usos efectivos en situaciones concretas: sus elementos de
trabajo son demasiado concretos y, por ello, innumerables: nada parecido a las
abstracciones que suponen las etiquetas de ‘sustantivo’, ‘adjetivo’ o ‘verbo’,
es decir, de la gramática, sino más bien, la interminabilidad
o infinitud de un diccionario, es decir, de la semántica. Y mira que lo han
intentado los especialistas, procurando encontrar macrofunciones
(es una de las preguntas recurrentes en los foros de profesores de lenguas: "¿alguien
sabe qué es una macrofunción?"), o sea, dar con
quince, veinte, treinta funciones grandes y gordas que engloben todas las microfunciones. Inútil: no obtendrán fruto. Es lo que le
pasa al diccionario de Casares (con ser tan útil, por otra parte): las ideas
son innumerables, siempre están entrando nuevas palabras. Porque dividir la
realidad (y que nadie se me escandalice aquí por identificar diccionario y
realidad, y menos hablando de funciones), o sea, encontrar criterios que nos
permitan parcelarla, es algo que llevan intentando las ciencias con toda su
tecnología desde hace siglos y ya se sabe lo que pasa: que cada año surgen
nuevas ciencias y nuevas facultades de universidad y nuevos decanos sentados en
su sillón. Este es el fracaso de la descripción nociofuncional
y bien se palpa en los libros de texto, especialmente en los de los autores que
más se implicaron en su día con las funciones lingüísticas: las han ido
recortando, empequeñeciendo, reduciendo a su mínima expresión. Y es una
lástima, porque todavía no nos hemos aprovechado de los mejores frutos de la
descripción nociofuncional. Esos frutos pasarían por
que los profesores, cada uno de ellos, conocieran bien sus postulados y bases
teóricas y fueran capaces, de ese modo, de presentar a sus estudiantes
descripciones funcionales concretas y específicas para las situaciones de
comunicación que efectivamente les interesan y necesitan. En fin, el mundo
ideal, o casi. Porque a partir de la descripción funcional que ofrece un libro
de texto, homogénea y única como no puede ser de otro
modo, poco se puede sacar. Y
aquí voy a acabar. Sé que me dejo en el tintero algunos métodos de cierta
importancia histórica, pero o bien no han tenido demasiado eco en España (al
menos, para el gran público), o bien son derivaciones o epígonos de alguno de
los tres grandes métodos que os he recordado aquí. Queden para otra ocasión, si
llegamos a ella. Pensaréis,
después de este repasito que les he dado a los tres métodos principales, que he
sido demasiado negativo, que me he dedicado a repartirles leña a troche y
moche, que no he hablado de sus virtudes (que las tienen, tendrán, han tenido o
tendrían), que no he ofrecido alternativas. Sí, claro, ¿qué esperabais? Aquí se
trataba de hablar con la voz de los estudiantes, hartos como están de las
locuras de sus profesores. Y los estudiantes, como se sabe, nunca están
satisfechos. Ya, seguiréis pensando, pero tú también eres profesor y algo harás
en clase. Claro, algo hago, ¿no lo voy a hacer?: hago lo que todos. Quizá tome
más de uno que de los otros, pero tomo de los tres. No hay otros. Éstos,
básicamente, son los métodos que Dios nos ha ido dejando a lo largo de la
historia para que nos enseñemos lenguas los unos a los otros. No hay más cera
que la arde. Aunque, a decir verdad, quizá sí que hay más cera. O más velas.
Vamos, que también hago lo que las viejas sensatas: ponerle una vela a Dios y
otra al Diablo: que si sigo en mis clases los mandamientos de la ley de Dios
que aquí os he recordado, también procuro seguir el camino del diablo. Sí, aquello
que nos recuerda la décima de Moratín: Admiróse un portugués de ver que en
su tierna infancia todos los niños de
Francia supiesen hablar
francés. Arte
diabólica es, dijo torciendo el
mostacho, que para hablar
en gabacho un hidalgo en
Portugal llega a viejo y lo
hace mal, y aquí lo
parla un muchacho. El
arte diabólica, que con tanto acierto así la llama Moratín, es el misterio
divino por el que los niños (y los que se encuentran en inmersión lingüística)
aprenden a hablar tan bien como lo hacen. Y eso pasa, entre otras muchas cosas
que no quiero ni saber, por maravillas como las que aluden malamente verbos
como ‘sentir’, ‘pensar’, ‘razonar’, ‘reír’, ‘llorar’, ‘vivir’ en una lengua.
Esa es la vela al diablo que os mencionaba antes. Claro, que de esto no se
puede hablar: eso es precisamente lo que habla, lo que hace hablar. Si yo
hablara de ello aquí, si lo propusiera en esta revista como un método más de
enseñanza (o aprendizaje) de lenguas, con ello lo estaría matando sin remedio.
Y eso es, precisamente, lo que no hay que hacer: de lo que habla, de lo que
hace hablar, no se puede hablar. Así que mejor lo dejo aquí. * Profesor de Español para Extranjeros de la Escuela Oficial de Idiomas de Leganés
(Madrid) escueladeleganes@gmail.com | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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