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Cartas al Obispo

Miguel Rodríguez*

Cartas al obispoMe estoy mudando a una nueva casa. Allá afuera están las personas que nos ayudarán con la mudanza. Todo este ajetreo me ha hecho sacar muebles, electrodomésticos y cajas de mi esposa y otras mías. Mis cajas contienen libretas y libros de cuando era estudiante. Sin embargo, una de color rojo, más pequeña que las otras, tiene mi investigación sobre Rubén González. Recuerdo que cuando estaba cursando la carrera de filosofía, ya en mi último semestre, tuvimos que llevar a cabo un proyecto de investigación individual sobre un filósofo que no fuera tan conocido. Bueno, las palabras de la profesora fueron: “quiero que investiguen la vida de un personaje, el que ustedes crean que hizo grandes cosas por la comunidad mexicana”. Yo, sin tener una idea, y después de que terminara la clase, me fui rápidamente a la biblioteca para comenzar mi investigación.

Me di cuenta, sin embargo, de que ningún personaje llamaba mi atención, pues todos eran conocidos o ya habían sido elegidos por mis compañeros. Para no hacer tan larga la historia, fui con la profesora, quien me recomendó no investigar sobre un filósofo de la comunidad, sino sobre un filósofo que hubiera sido enviado a la comunidad. Me recomendó estudiar al padre Rubén González, que fue enviado de la diócesis de Zacatecas a una iglesia en el municipio de Valparaíso, en las orillas del estado, aunque no sabemos dónde exactamente.

Así fue como comencé mi investigación, que duró un mes, en lugar de los supuestos cuatro. Creo, empero, que en esas cuatro semanas estudié tanto como si hubieran sido los cuatro meses. A continuación solo incluyo tres cartas, pues son unas que se salieron de la carpeta. ¿Habrá sido una señal divina? No sé. Para terminar, tengo que mencionar que las seguiré publicando hasta haber publicado las 122 cartas, junto con notas a pie de página, para que sepa el lector el orden y las obras que nuestro filósofo usó. Sin embargo, en esta ocasión serán breves, pues mi situación de mudanza me impide hacer las citas apropiadas y, además, las siguientes cartas, cabe aclarar, no tienen tantas disquisiciones filosóficas como las otras.

Primera carta

Al Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo Matías Rivera, quien me ha enviado a cumplir con la santa misión de llevar la religión católica a los lugares más recónditos de la creación de nuestro Señor Dios.”  

Esta, se puede deducir fácilmente, es la primera carta escrita por el padre Rubén González al Obispo Matías Rivera.

Cuando llegué a esta comunidad, Sr. Obispo, me di cuenta de que lo que usted me dijo en su despacho no fue mentira. Me dijo que al encontrarme yo en la comunidad, a la cual usted me enviaba, sufriría, pero que al venir del seminario mis ánimos no serían abatidos tan fácilmente. Las condiciones de las personas y de la comunidad me hicieron ver prontamente que usted no mentía y que, si lo hacía, fue porque en su relato se quedó corto. Tengo, sin embargo, Sr. Obispo, presentes las palabras de San Agustín de que esto que me encomienda usted es “Tarea ingente y ardua, pero Dios es nuestra ayuda”.

Me gustaría agregar la siguiente parte de la cita del prefacio de “La ciudad de Dios”, de San Agustín, la cual dice: “Soy consciente, en efecto, de cuántas energías se requieren para convencer a los soberbios de la gran importancia de la que goza la virtud de la humildad, por medio de la cual su excelsitud, que no es usurpación de la altanería humana, sino concesión de la gracia divina, trasciende sobre todas las cimas terrenas, vacilantes a causa del devenir de los tiempos” ” y sé que Dios no me dejará solo en esta empresa tan difícil. Esta comunidad me recuerda a una que visité cuando era seminarista, empero en ella había mucha más vida pues tenían, aunque lejos, un suministro de agua que les ayudaba solamente a unos cuantos a regar sus sembradíos. Pero, aunque el agua fuese de algunos pocos estos no se molestaban de que fuera para todos. Dios los siga ayudando. Aquí el suministro de agua más cercano se encuentra a cuatro horas según me dicen las personas con las que he hablado. Sin embargo, Sr. Obispo no debemos olvidarnos de que “la salvación viene del Señor, que su bendición venga sobre su pueblo”

(Salmo 3:9). Dejo la pluma en el tintero no sin antes decirle que le escribo poco, pues es mucho lo que tengo que hacer y poco tiempo para hacerlo.

Me despido de usted, Excelentísimo, encomendando a Dios nuestro señor su alma, las almas de la comunidad y la mía.

Al Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo Matías Rivera

 Habla Miguel: Debemos recordar que el orden de las cartas es aleatorio. En cartas anteriores el padre Rubén había sufrido, junto con la comunidad, una sequía. A causa de esta murieron varias personas por la hambruna que padecían.

De todas las cartas que le he escrito, Sr. Obispo, solo he recibido respuesta a dos. En la primera me decía que continuara con mi misión de ayudar a esta comunidad. En ella me animaba a que siguiera con mi difícil misión de lidiar con gente tan necia y que no sería imposible encaminarlos hacia Dios. Sin embargo, Sr. Obispo, toda esta gente no acepta a Dios en su corazón y yo no les puedo hacer entender que Él es salvación y vida eterna. Sin embargo, los entiendo. En el seminario jamás pasamos hambre. En la segunda carta usted me preguntaba si quería yo abandonar la comunidad. Mi respuesta fue no. Me da tristeza recordar esto por tres razones: la primera es que si yo hubiera abandonado la comunidad, muchas de estas personas se habrían muerto de hambre. La segunda razón por la cual me causa tristeza es el simple hecho de que me he encariñado con ellos. La última razón es que yo le hubiera fallado a Dios, pues las santas escrituras dicen que debemos “ser fieles hasta la muerte”

 (Apocalipsis 2:10).

Aquí, en esta comunidad, no hay tiempo para pensar en Dios. Me resulta difícil decir eso. Dios nuestro Señor lo sabe. No puedo dejar de pensar en el salmo 236

:“El señor es mi pastor: nada me falta” . Dios sabe que yo hago todo lo que puedo y Él se ha hecho cargo de iluminarlo a usted, Señor Obispo, para que pueda proveer los víveres que ha enviado cada quince días, ya que sin ellos se habrían muerto gran cantidad de personas en esta comunidad. Siento decírselo y espero que me entienda. Esperemos que Dios siga llenando nuestro corazón de bondad y haga de nosotros mejores personas.

Al Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo Matías Rivera.

Han sido 56 cartas, si incluimos esta, que le envío, señor Obispo y aunque séque nuestra Santa Madre, la Iglesia Católica, se encarga de pagar los envíos de estas misivas, no significa que por eso debamos ser derrochadores de los recursos otorgados por los fieles seguidores. Por lo ya mencionado, le dejo saber que no le enviaré una carta cada semana como antes, sino que le escribiré dos por mes; una en la segunda semana con detalles de los planes que tenemos y otra durante la cuarta semana para ver los progresos que hemos hecho y para informarle qué nos falta. No lo hago por rebelarme contra las normas de nuestra Santa Iglesia y mucho menos para evitar contacto con usted, pues usted para mí, Sr. Obispo, ha sido un gran guía, y un bonísimo amigo. Esto lo hago para aprovechar el envío y ahorrar dinero que bien puede ser usado para beneficiar a otras personas que lo necesiten.

Hace unos días un pobre muchacho vino a platicar conmigo porque se iba del pueblo. La plática comenzó, creo yo, como a las 11 de la mañana, de manera afable, pero se tornó de un momento a otro trágica.

El joven me relató lo siguiente: “Pues mire, señor padrecito, para las cosas de Dios y del diablo soy muy zacatón. Me acuerdo, cuando niño, que mi tío Serapio una vez compró una máscara de hule en el pueblo y con ella anduvo correteándonos a mí y a mis hermanos, que eran más chiquillos que yo. Mi madrecita solo lo miró como queriéndolo agarrar a chicotazos, pero se acordó que mi tío era matón y por lo mismo no le dijo más nada. En ese tiempo mi padre todavía vivía y desde ahí le agarró cierto coraje a mi tío, aunque tampoco le dijo nada.

“Me acuerdo, señor padrecito, que mi padre murió cuando yo tenía 16 años. Me recuerdo bien que fue el día 15 de mayo. Estábamos quitando hierba en la tierra de Don Martin, allá en San Isidro, que está como a dos horas de aquí. Y me acuerdo porque se escuchaba cómo tronaban los cohetes. Yo iba como 15 metros atrás de él cuando de repente, y como a cinco o seis metros de salir a la cabecera, nomás cayó de rodillas en medio del surco, se tambaleo de enfrente hacia atrás y después cayó hasta estar con el pecho en tierra. Ni cómo llevarlo al hospital, señor cura, está como a dos horas a pie. Nomás éramos mis hermanos y yo. Yo pienso que Diosito se enojó porque éramos los únicos que andábamos trabajando y se desquito con él porque era el más viejo. Me acuerdo que mi hermanito nomas se sentó y se puso a llorar hasta que llegó mi madrecita y lo consoló”.

Faltando 15 minutos para las dos, se fue por el camino que lleva a San Isidro, que es el punto medio. Desde la puerta de la iglesia logré mirar a lo lejos la figura del triste muchacho y los remolinos de tierra que se levantaban con las pisadas que daba. Le cuento que esta historia, señor obispo, no ha sido la primera. Ya muchas personas se han ido de la comunidad. Siento que pronto ya no habrá gente, pues aquí, en esta comunidad, ya no hay futuro. Creo que pronto tendré que irme yo también. “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27:46).

Me despido de usted Sr. Obispo, pidiéndole que ruegue a Dios por mí y por las personas que se fueron.

Bueno, esa es la última carta. Si continuase escribiendo, me equivocaría, sin duda. La investigación la hice aproximadamente hace unos 22 años. Ya no recuerdo con exactitud las fechas, ni los nombres de los lugares, ni de las personas, pero en cuanto haya terminado con la mudanza comenzaré a escribir y a organizar bien las cartas presentando ahí mi investigación formal.

*Estudiante de Estados Unidos de University of Colorado Denver
  Participante del National Student Writing Contest
  Mención honorífica en la categoría de "Ficción"

Fotografía de Iuliia Kravchenko



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