Helado derretido
Georgina Ríos*
No había tenido muchas ventas en los cuatro años que llevaba allí. La única temporada en que sí las tuvo fue durante los días en los que la gente se sentía como si una cobija invisible la estuviera asfixiando. Esos días le daban esperanzas. Pero cada vez que la cobija regresaba a asfixiar, dándole esperanzas de nuevo, también la cobija se iba muy rápido y sus esperanzas se ponían a prueba. Sin embargo, la mayoría del tiempo nadie se paraba en la tienda y se quedaba adentro esperando a alguien detrás de los mostradores.
“Por qué no vienen...
¿Por qué no vienen?
¡Por qué no vienen!
Por favor, vengan…”
Lo repetía todos los días, en voz alta y con una voz tan callada que solo los ángeles a los que les rezaba lo escuchaban. Pero con pocas ventas nunca cambió de ubicación, y nunca pensó en hacer otras cosas. Tuvo un sueño.
Un día un niño, con dos puñados de años y con la necesidad de su comida favorita, entró, obligando a su mamá a acompañarlo. El niño gordo, con mucha emoción, pidió probar cada sabor; al ver lo delicioso que era para el niño, la mamá también pidió probar. Les dio las muestras y empezó a recomendar su sabor favorito; luego comentó sobre lo lindo que era el niño, y hasta le preguntó dónde estaban su papá y su mamá. Respondió que su papá había muerto.
Después de unas visitas, el mismo niño seguía arrastrando a su mamá a la tienda y los dos probaron diferentes sabores. Un día, después de darles las muestras de sabores, le preguntó a la mamá si quería salir con él. De pronto se casaron y adoptó al niño, volviéndose su nuevo papá y hasta tuvieron su propio hijo también. Pero luego despertó, y solo era un sueño; era un cuento que se contaba cada noche para tener dulces sueños y mantener una esperanza cuando estaba solo.
“Sí viene. Sí va a venir.”
Fuente de imagen: CNR, Ángeles.
*Estudiante de Estados Unidos del Taller de Narrativa Literaria
CEPE-Ciudad Universitaria, UNAM, Ciudad de México
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