Crónicas, cuentos y anécdotas |
Atrapado en las alturasMarc Chénier* |
Atrapado en las alturas Foto: Marc Chénier Cuando era estudiante en la universidad, trabajaba como vigilante los fines de semana. Cuidaba edificios del gobierno canadiense, o mejor dicho, usualmente, yo estudiaba y leía mientras no pasaba nada que necesitara mi atención. Un sábado de febrero, me tocó trabajar en la planta de calefacción de los edificios del parlamento canadiense y de la Suprema Corte de Canadá, la cual está construida a lo largo de los acantilados, a la orilla del río de Ottawa. Ese día, me pidieron que yo trabajara de las 3 pm hasta las 11 pm. Después de que llegué, el agente del turno antes del mío me hizo visitar la planta antes de que se fuera. Al fin de la visita, me indicó una puerta en el último piso de la planta, y me dijo que podía usarla para ir directamente al estacionamiento de la Suprema Corte, para ir a tomar mi autobús en la calle Wellington. Me aseguró que eso era más conveniente que usar la entrada de la planta que circunviene los acantilados, como yo lo había hecho para llegar al trabajo. Como hacía un frío intolerable, me alegró muchísimo esta información. Significaba que yo evitaría caminar por más de veinte minutos en el frío de febrero, por la entrada de la planta que rodea los acantilados. Durante la caminata hasta el trabajo, de hecho, yo ya me había congelado los dedos y las orejas por no haberme puesto ropa adecuada. En efecto, en mi juventud, yo no usaba guantes ni gorro de lana, y andaba en zapatos, sin ponerme botas que son más apropiadas para el frío canadiense. Con este último consejo, después de que bajamos, mi colega se fue y yo me quedé solo en el puesto de vigilancia, que era un tráiler en el estacionamiento de la planta, aparte del edificio principal. Mi trabajo consistía en presionar un botón para abrir y cerrar la puerta de la cerca del estacionamiento mientras los trabajadores con tarjetas de identificación entraban y salían durante los cambios de turnos. Sólo hubo un cambio de turno durante mi estancia, a las 8 pm. Por eso me sentía muy feliz de que me pagaran un día completo por lo que era realmente veinte minutos de trabajo. Ya que mi turno de trabajo era el último del día, y no había vigilante de las 11 pm hasta las 7 am, apagué las luces del tráiler a las 11 pm y entré en la planta de calefacción para tomar la puerta del último piso hasta el estacionamiento de la Suprema Corte. Hacía un estruendo ensordecedor y las pocas personas que trabajaban para que la planta siguiera funcionando no me prestaron atención mientras yo subía hasta el último piso. Una vez allí, abrí una puerta y salí del edificio, muy alegre de que ya se había terminado el día. La puerta se cerró detrás de mí. Con algo de horror, sin embargo, me di cuenta muy pronto que me había equivocado y no había tomado la puerta indicada. La que había tomado era otra puerta que daba al techo de la planta. Estos eran los hechos, como podía verlos en ese momento: Yo estaba encerrado en el techo de la planta. Nadie sabía que estaba ahí. Yo no tenía la llave para abrir la puerta y regresar al edificio. Hacía un frío insoportable, como se siente en Ottawa en una noche de febrero. No habría otro vigilante hasta las siete de la mañana, en ocho horas. No había ningún coche en la entrada de la planta, ya que los trabajadores ya estaban en la planta desde las 8 pm, para un turno de doce horas. Yo no tenía ropa adecuada para el clima, ni siquiera un gorro de lana o guantes. No había otra salida. Sentí mucho pánico, pero con un gran esfuerzo, me tranquilicé lo más que pude y me puse a analizar la situación. Sólo me quedaban tres opciones: (1) quedarme en el techo y esperar que alguien me encontrara antes de que me muriera de frío; (2) saltar del techo; o (3) escalar los acantilados contra los que habían construido la planta. Esperar que alguien me encontrara no era juicioso, ya que nadie sabía dónde estaba y no había coches circulando. Seguramente que me habría muerto de frío. Tampoco saltar del techo me parecía una buena idea, ya que resultaría en una caída de cuatro o cinco pisos. A ciencia cierta, semejante caída me causaría unas heridas horribles que no me permitirían buscar ayuda, sino que me mataría. Escalar los acantilados para bajar hasta el estacionamiento tampoco era una solución ideal. Chorros inmensos de agua se habían congelado en las paredes de los acantilados y yo no tenía botas, cuerdas o siquiera guantes para asegurar un descenso sano y salvo. A pesar de eso, concluí que era la mejor opción que tenía para salvarme. Con mucho cuidado, empecé a bajar los acantilados, mis dedos entumecidos por el frío atroz del viento y de la roca congelada. Cada vez que encontraba un lugar para poner los dedos del pie, esperaba con fervor que sostuviera mi peso y que yo no me cayera. Apretaba mi cuerpo contra la roca fría, todos mis músculos tensos y adoloridos. A pesar de que probablemente sólo duró unos veinte minutos o media hora, me pareció que el tiempo se paró: en mi mente me tomó una eternidad bajar esos cuatro o cinco pisos. Por fin, llegué hasta tierra firme vivo, sin ninguna herida. Por ser orgulloso, no le dije a nadie de mi equivocación. Pero en mi mente, pensé que una caminata de veinte minutos por la entrada de la planta que rodea los acantilados no habría sido tan mala, después de todo. *Estudiante canadiense del Taller de Redacción. UNAM-Canadá. |
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