Con sangre la letra entra
Adriana Salazar*
Hola, aquí estoy de nuevo; desde aquel episodio dejé de venir a ti, pero ahora siento que por fin ya puedo escribirlo. Es que después de esa llamada todo pasó muy rápido. Recuerdo que para esos días las cosas estaban muy deterioradas para mí; después de cuatro semestres en los que la violencia pasiva fue en aumento, sinceramente ya no me sentía con fuerzas de seguir y lo peor fue que, estando lejos de las aulas, aún estaban tan presentes como mis migrañas diarias. Entre correos amenazantes y de desprestigio, tenía que pensar en estrategias para tratar de sobrellevar la situación, poderme titular y lograr dejar todo eso atrás. Todo eso que un día representó un sueño, ya se había convertido en mi peor pesadilla.
Terminar. Eso era lo que más anhelaba, pero por más que lo pensaba yo me encontraba en desventaja y necesitaba hablar con alguien que me ayudara a esclarecer un poco una situación tan incomprensible. Fue entonces cuando me decidí a marcarle a una de las personas con más conflictos consigo mismo que con nadie más que había conocido hasta ese entonces, pero que era el único que podría lograr aclarar un poco esto: mi co-asesor de tesis. En búsqueda de un lugar con mejor señal y sin menos probabilidades de ruido, me subí al carro y le llamé desde mi teléfono celular. “Bueno”, dijo él y yo respondí con un “Hola, Doctor”. Súperimportante dejarle saber que antes de ser persona, él es un ser mejor que el resto de los mortales porque lo último que quería era tener a otro ofendido.
“Hola, Doctor, habla Adriana”. Con el estómago ya bien puesto en la garganta y con la mejor disposición para saber qué procedería con mi proceso de titulación. Cuando entre explicaciones un tanto ineficientes y carentes de claridad escuché: “Primero que nada, debes agradecer frente a todos el apoyo que ella te ha dado”. Se refería a mi directora de proyecto, quien, a mi parecer, para nada se lo merecía, pero quería mi título y estaría dispuesta a hacerlo, pero entonces lo que siguió después de eso cambió todo, pues tal vez bajo mi aún existente ingenuidad, tenía presente que es el siglo XXI y que estaba en un contexto académico cuando dijo: “y discúlpate por haberte casado”. Pensé y me pregunté: “¿habré escuchado bien?” Y reiteré: “¿Por haberme casado?”. En efecto, esas fueron sus palabras. “Sí, di que fue inoportuno de tu parte y que por eso te retrasaste y ahora no terminaste bien”. Ya para ese momento mi estómago no estaba en mi garganta, estaba haciendo las maletas para llegar al hospital de urgencias días más tarde y retirar mi apéndice debido a la inflamación aguda del colon resultado de tan agudo estrés que recorrió cada centímetro de mi cuerpo desembocando ahí, en la barriga. Compañeros míos, durante los cursos, tuvieron hijos, se casaron, siguieron teniendo sus vidas, pero… eran varones.
“Disculpe, pero eso no fue lo que ocurrió; de hecho, siempre terminé a tiempo y cuando hubo percances, fue por causas de salud, lo cual me ocupé en reponer rápidamente y ustedes estuvieron de acuerdo”. Yo no podía ni siquiera concebir que esto estuviera pasando, que esto me estuviera pasando a mí. Claro que no estaba dispuesta a seguir sus “recomendaciones” ni mucho menos disculparme por una calumnia de vecindario, así que al final, en el gran día, con todo y mi vendaje de recuperación postcirugía escondido, porque de enterarse también lo podrían usar en mi contra y ya no estaba para eso, me presenté y triunfalmente defendí y tomé protesta de mi título. Claro, no podía faltar la foto al final con todos mis sinodales y con ella, esas fotos donde se sostiene el acta firmada en mano y una sonrisa donde todos parecemos maniquíes congelados, pero sobre todo, no podían faltar las palabras de aliento y buenos deseos que todo director le dice a su asesorado independientemente de los roces, peleas e infierno que se pudieron disputar en el proceso. Al final ya todo es burocracia y un suspiro de alivio de algo que ya concluyó. “Así que ya sabes”, dijo “así no lo vas a lograr en Estados Unidos”. Esos fueron sus deseos. Al parecer también hizo su trabajo investigando mis planes de vida. Lo único que aprendí es que nunca fue mi problema, nunca fui yo, así que ni una disculpa más por querer vivir.
Imagen de la autora
*Estudiante de México del Taller literario de Voces Femeninas: identidades, maternidades y violencias.
UNAM-Canadá
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