Mi visita a México
Ksenija Borojevic*
Uno de los beneficios imprevistos que resultan de esta pandemia de Covid es tener más tiempo para actividades que nos gustan. Desde el verano 2020 he tomado clases virtuales de español en el CEPE de la UNAM. En todos los cursos, la primera clase comienza con las presentaciones habituales, seguida de la pregunta de si hemos visitado México. Mi respuesta es siempre “sí, pero hace mucho tiempo”.
Mi primera y única visita a México fue en 1979. Era Semana Santa. Ha pasado mucho tiempo de mi viaje y no recuerdo muchos detalles. Pero me acuerdo bien del Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo (CIMMYT) en Texcoco, donde pasamos una semana, y de las visitas a la Ciudad de México. Sobre todo, recuerdo los sitios arqueológicos Teotihuacán y Tula, el Museo de Antropología y mi visita al campus de la UNAM. Tengo una memoria casi sensorial del cambio de la altitud y del aire gris y contaminado en la Ciudad de México. También me acuerdo bien de los autobuses y del metro súper llenos, abarrotados de gente que empujaba y apretaba.
En esa época era estudiante de arqueología en la Universidad de Belgrado, en Yugoslavia, un país que no existe más. Mis padres eran genetistas y, como científicos, pasaban un año en Estados Unidos. Yo los acompañaba y tomaba clases de antropología en las Universidades de California Berkeley y Davis. Mis padres fueron invitados a participar en una conferencia en el CIMMYT en El Batán, en la Ciudad de México. Yo los acompañe en este viaje en abril de 1979.
Como era estudiante de arqueología, me preparé bien para conocer más sobre las culturas prehispánicas de México. Mis padres habían estado en el CIMMYT algunos años antes. Me hablaban de monumentos antiguos, pero también de los contrastes socioeconómicos y de la pobreza rural que observaban. Mi madre siempre era muy cuidadosa y nos enseñaba a tomar las precauciones estrictas con el agua y la comida en general.
En el CIMMYT estábamos alojados en una casa colonial de huéspedes, muy linda y confortable. Comíamos en la cantina del Centro, donde el cocinero, un verdadero chef, descendiente de franceses, y su esposa, preparaban platillos mexicanos e internacionales muy sabrosos. Me acuerdo bien de la fiesta final, un poco pomposa. El chef, orgulloso, marchaba como el comandante de un desfile con su sombrero de cocinero, seguido por todos sus ayudantes. Esta fue la primera vez que probé el aguacate con camarones. Todo este lugar me parece bastante colonial y aislado de la comunidad de su entorno.
El CIMMYT organizaba actividades para los acompañantes de los participantes de la conferencia, llamado “ladies program”, un calificativo que me suena bastante extraño desde la perspectiva de hoy.
Visitamos Teotihuacán. Quedé muy impresionada por el sitio de las grandes avenidas y por su arquitectura y urbanismo con las pirámides del Sol y de la Luna. De alguna manera, no estaba tan sorprendida por la grandeza de las pirámides de Teotihuacán, porque cuando era joven viví en Egipto y visité muchas veces las pirámides de Giza. Pero las pirámides de Teotihuacán no eran tumbas de un sitio funerario, sino templos que tuvieron un papel importantísimo en la vida pública en una de las más grandes ciudades prehispánicas. Recuerdo vívidamente los murales pintados con los colores brillantes y de las tallas de piedra en el templo de Quetzalcóatl.
Visité también Tula en una excursión privada. El CIMMYT me dio un coche con chofer para visitar este sitio. Hoy me parece extraño haber tenido ese privilegio, pero en esa época era posible (o ¿normal?). Durante el viaje el joven chofer tenía aspiraciones románticas hacia mí, a pesar de tener a su joven mujer americana, quien estaba embarazada. Parada sola entre las columnas de basalto de las figuras de guerreros Toltecas. Cuando regresamos a El Batán, estaba muy cansada, después de una visita corta y un largo viaje.
En la Ciudad de México estuve en el Castillo de Chapultepec, el Museo Nacional de Antropología, el Palacio de Bellas Artes, la Basílica (en aquel entonces nueva) de Guadalupe y la Ciudad Universitaria.
Era Semana Santa y todas las oficinas y los negocios estaban cerrados en el centro de la ciudad. A mí me parecieron barrios abandonados, a excepción de la (entonces) nueva Basílica de Guadalupe. El edificio me sorprendió por su arquitectura moderna y su grandeza. Dentro, no recuerdo la famosa tilma de Guadalupe, pero me acuerdo que había objetos votivos indígenas. Nunca voy a olvidar la escena de los creyentes, quienes avanzaban arrodillados hasta la Basílica. Una pareja joven, una madre con un bebé en sus brazos circulando de rodillas. La gente parecía mestiza o indígena. Para mí era un increíble testimonio de la devoción tan profunda de esta gente y del sincretismo religioso de sus creencias indígenas con un catolicismo estricto. Me acuerdo de que el papa, Juan Pablo II, había visitado México algunos meses antes. Todavía colgaban carteles de la visita papal con su imagen y unas palabras sobre la importancia de la familia, con un sentido contra la anticoncepción.
De mi vista al Castillo de Chapultepec, lamentablemente no tengo mucha memoria. Recuerdo haber visto vagamente algunas pinturas mexicanas, ante las cuales me acosté en una banca porque mi nariz estaba sangrando a causa del cambio de la gran altitud de la Ciudad.
El Museo de Antropología fue una destacada parada de mi itinerario. En aquella época no había muchos museos modernos con piezas antiguas. Ya la entrada con el paraguas como fuente fue una gran sorpresa. Las salas de exhibición que dan a un espejo de agua, como reflejo del paisaje lacustre de Tenochtitlan, con la vegetación y con los sonidos de la naturaleza, me hicieron sentir un ambiente natural. Los grandes monumentos y artefactos representativos de las culturas prehispánicas, como la olmeca, maya, azteca y tolteca, transportados a este lugar moderno, creaban un sentido místico, bello y poderoso. Me acuerdo bien de dos grandes cabezas de piedra olmecas y del Calendario Azteca. Al final de mi visita compré un catálogo ilustrado y diapositivas.
Otra experiencia inolvidable fue el espectáculo del Ballet Folclórico de México en una sala del Palacio de Bellas Artes. Tengo un buen recuerdo de este edificio maravilloso de art nouveau y de la noche que entramos en este teatro bien iluminado. La emoción aumentó cuando las cortinas subieron y la música y la danza de pueblos antiguos empezaron. Puedo evocar bien la coreografía moderna y la interpretación de la danza de los venados y los sonidos del bosque. Seguían toda la gloria azteca y la danza con el penacho de Moctezuma. Después me contagié de la música y de las danzas folclóricas de diferentes regiones de México, con ritmos rápidos y vestidos multicolores. Estaba tan impresionada con la riqueza artística excepcional que, al final del espectáculo, compré un disco de vinilo con la música del concierto.
Mi paseo a Ciudad Universitaria fue una aventura valiente. Quería ver con mis propios ojos los murales y mosaicos de grandes artistas modernos de México, Diego Rivera y otros. Como venía de Yugoslavia, sabía bastante sobre el arte de realsocialismo, pero no del arte de Frida Kahlo porque ella aún no era muy conocida.
La aventura empezó cuando tomé el transporte público; primero el metro y después el autobús hasta la UNAM. En general, quedé impresionada con el metro, un modo de transporte moderno y rápido en una ciudad gigante. Me gustaban las estaciones donde preservan los templos antiguos. Pero todos los vagones estaban tan llenos de gente, como sardinas, que no podía ni moverme ni respirar. Pero lo peor fue mi viaje en autobús, cuando algún hombre se empujaba contra mí, tanto que yo quería gritar. Cuando finalmente llegué al campus de la UNAM me sentí tan desgraciada que no fui capaz de ver mucho de los murales famosos. Estuve siempre preocupada por el regreso en el autobús, que esperaba no estuviera tan lleno de gente en el retorno. En aquella época yo era joven y rubia, aunque vestía conservadoramente y llevaba una bufanda en la cabeza. Además, venía de un país donde el machismo era normal y los autobuses también estaban llenos de gente, pero esta experiencia no logro olvidarla.
Un día visitamos un gran mercado cerrado tradicional en la ciudad. Fui con mi madre. Vendían muchas artesanías de México. Compramos un gran tapiz multicolor, una ropa para mí, una pulsera de plata y algunas pinturas en papel amate.
Ahora, no puedo creer que después de más de 40 años, escribo los recuerdos de mi visita a México en español desde Estados Unidos. Muchas cosas cambiaron desde el año 1979. Los suvenires que compré, muchos no han sobrevivido. Pero los recuerdos de mis visitas a Teotihuacán, al Museo de Antropología y el espectáculo del Ballet Folclórico de México, me dejaron la impresión duradera de la que siempre hablo con mis alumnos y amigos. Quiero regresar pronto.
Imágenes de la autora
*Estudiante de Serbia-Estados Unidos del curso Cultura mexicana en doce crónicas. Antropóloga y arqueóloga, directora asociada del Global Office, Universidad de Massachusetts Boston y colaboradora de UNAM-Boston
CEPE-Ciudad Universitaria, UNAM, Ciudad de México
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