Crónicas, cuentos y anécdotas |
Équido velocípedoNitzhui Morales Pineda* |
Es vino tino el color que empapa mi bicicleta. De simple
anatomía, sus ruedas de hule gustan de rozar el pavimento. En caso de oscuridad, una lucecita
roja detrás del asiento advierte a los automovilistas de la desventaja del
ciclista frente a los automóviles. Mi velocípedo me agrada; es el recuerdo de un regalo pasado. La
mañana del verano se presenta anunciando un sol que promete golpear con todo su
esplendor las calles asoladas de México. El viento ligero sopla sin alcanzar a
refrescar a los pocos transeúntes que desvarían en ellas. Un paseo en bici
ofrece (muchas veces) la posibilidad de despejar la mente. Es por eso que
decido salir al encuentro del mundo. Sin casco ni temor monto mi bicicleta, mi
caballo-máquina, en dirección hacia Ninguna Parte. La fuerza de mis piernas
hace girar los duros pedales. Poco a poco comienzo a cobrar velocidad y el
viento (ahora sí) acaricia mi cara, enloquece mis cabellos, refresca el pensamiento.
Cuando tengo suficiente velocidad puedo dejar de pedalear. Y las ruedas se
deslizan libremente. No me sorprendería que un día de estos mi bicicleta
emprendiera el vuelo como una paloma innata. Entonces, recuerdo las palabras de
Julio Torri acerca de esta maquinaria: "En ella uno va como suspendido por el
aire. Quien vuela en aeroplano se desliga del mundo. El que se desliza por su
superficie sostenido en dos punto de contactos no rompe amarras con el planeta"
Y es verdad, porque en esta, mi ciudad de contrastes y realidades, uno no puede
ir desligándose del mundo, cerrando los ojos para no tocarlo. Sino al
contrario; mirar como quien tiene el privilegio y el deber de hacerlo. No ir
rompiendo amarras, sino creando enlaces que unan y no encadenen. Sigo andando en la bici, sumergida en mis pensamientos. La
calle se me ofrece como una aventura en solitario. Sin testigos ni
espectadores, solo el ruido de la cadena rompe el silencio. Una mujer
treintañera pasa cerca de mí pedaleando hábilmente. Los audífonos en sus oídos
le presentan un concierto individual. Pronto la pierdo de vista: lleva prisa
por vivir. La moda de la bicicleta viene seduciendo desde hace unos años a los
citadinos de las metrópolis más progresistas. En países del primer mundo (¿de
verdad existe el primer mundo?) como Dinamarca, Inglaterra y toda su pandilla,
la personas prefieren el velocípedo al automóvil. Es más ecológico, barato,
saludable, dice la nueva propaganda. Los hipsters
la usan, comentan unos. Te crecerán unas pompotas, parlotean otros. Como sea,
hoy por hoy, las bicicletas se venden como pan caliente: las hay para montaña o
ciudad, con ruedas delgadas o gruesas, de color retro o chíngamelaspupilas. Unas hasta tienen canastilla para guardar al
perro chihuahua. Siguiendo programas europeos de reducción de emisiones, como
el vélib (vélo plus liberté) en Francia, el gobierno de la ciudad de México
(bajo el mandato de Ebrard) introdujo modestamente el programa "Ecobici" De
esta manera ubicó en ciertos puntos focalizados de la ciudad (Iztapalapa ni se
piense) módulos para rentar ecobicis. El procedimiento es fácil: comprar la
tarjeta de usuario ($400), tomar la máquina, moverse por ahí, y terminado el
recorrido, depositarla en el módulo más cercano. Es por eso que cuando uno ve
el video de Ebrard y Delgado paseando en bici por Copenhague, uno piensa en lo
fabuloso que les ha de haber parecido esa idea de la ecobici. Pero ¡puf!, la
fantasía pierde terreno cuando se recuerdan las ideas fallidas traídas desde
Europa y puestas en práctica en México. No; Europa no es México. De la misma
manera que Juana de Arco no es Juana de Asbaje. Ahora bien, aunque el programa
no haya sido el exitazo del siglo como Marcelo creyó, es importante reconocer
que (con programas o sin ellos) la bicicleta ha sido un importante vehículo en
nuestro país (recuérdese los pueblos bicicleteros) y lo sigue siendo por la
nueva tendencia en boga. La gente comienza a concientizarse sobre la seguridad
del ciclista. Bonitos stickers de
"respeta al ciclista" se pegan orgullosos en los muros del DF. Se hacen
protestas: los ciclistas como vinieron al mundo (es decir, sin pantaletas nike) salen a las calles a exigir su
seguridad vial. De repente, todo mundo es verde y consciente. Pero las alegrías
duran poco, y cuando llego a un cruce muy transitado, freno lentamente porque
bien sé que debo esperar alrededor de cinco minutos para que los automovilistas
me den el paso, porque ¡claro! yo estoy en desventaja, y mi caballo color vino
no puede contra esos monstruos de acero. "El ciclista es un aprendiz de
suicida" nos dice Torri. Y en este valle cada vez más poblado de coches, su
frase toma sentido. Finalmente, una viejita con un bocho verde me da el paso y así atravieso el cruce. Miro al cielo. Es
de un gris delfín, y no alcanzo a definir con exactitud si se aproxima una
tormenta o si la nata de contaminación nos oprime. He andado alrededor de treinta
minutos, y el sudor comienza a brotar de mi frente. Mi respiración está agitada
y mis piernas levemente cansadas. Pero sé que estoy consciente de mi cuerpo,
porque lo siento. El carro anula esa posibilidad, al contrario de la bici. En
ella uno es un observador activo. Uno mira el entorno a su paso (somos parte de
él) y además, tiene la ventaja de una libertad de pensamiento sobre ruedas. Es
verdad, la bicicleta no nos salvará del calentamiento global ni nada por el
estilo (sobre todo si continuamos con nuestra actual forma de vida), pero sí quizá
nos dé la posibilidad de recobrar nuestro cuerpo a lo largo de un paseo al aire
libre. El cielo grisáceo me concede una luz blanca que adorna las
copas de los árboles. Llego a un parque en donde los pocos humanos que están se
sientan en bancas verdes. A lo lejos, un padre enseña a su hijo a pedalear su
caballo metálico. El niño, vacilante y desconfiado, quiere domar a su fiera
antes de que las nubes grises nos salpiquen con sus lágrimas. El niño toma el
manubrio y el caballo relincha. Las nubes lloran. Ha pasado más de una hora
desde que salí al encuentro de este mundo. Yo, la observadora activa, miro melancólica
cómo el niño desaparece entre la lluvia con su corcel ya domado. Es hora de
regresar a casa. Pero todo es tan extraño que olvido cómo andar en bici. Vacilo
un instante, hasta que finalmente tomo las riendas. Pedaleo y el caballo se
desliza como nunca antes. Es verdad, andar en bici nunca se olvida. * Estudiante mexicana del Taller
de crónica literaria CEPE-CU,
UNAM, México, D.F. |
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