Confesiones melodramáticas
René Lascuráin*
Soy de la generación de escuincles que crecieron bajo una educación democrática y de acceso gratuito gracias a la iniciativa privada (Televisa), que de forma gratuita nos metió el gusto por la televisión en vez de los libros. Recuerdo entrañable eran las películas de la época del cine de oro mexicano. Mi madre se complacía al creer que yo reía, lloraba y despreciaba por las causas que movían el llanto, el desprecio y la risa de la heroína o héroe de las películas. Sin embargo, ellos me parecían intangibles. Mi atracción se centraba en la malas, de allí mis males.
Mi educación sentimental se funda con La abuelita, película de 1940 en donde la protagonista, no podía ser otra, era Sara García. Para los desconocedores del cine mexicano a ella se le ha loado con la leyenda de La abuelita de México porque interpretó en un sinnúmero de películas el mismo papel de viejecita abnegada. (Corrió un infortunio parecido que Bela Lugosi, aquel actor húngaro incapaz de interpretar otra cosa distinta que Drácula) La historia, pues, trata de una familia de clase media que enfrenta peligros de fragmentación cuando se ponen en riesgo sus valores. Los conflictos del hijo y su amigo, además de los del nieto, son resueltos por la abuela, una auténtica samaritana que trata de salvar del pecado y la perdición a su rumbera, apasionada, coqueta y alegre nieta. El arrebato heroico de la abuela llega hasta el sacrificio. Muere a causa de un síncope tras una discusión con la nieta, la cual trata de lavar su culpa con el arrepentimiento y abundantes lágrimas.
No obstante la convencionalidad de los personajes, como en todo el cine de los cuarenta, mi madre pensaba que yo era pequeño para entenderlo y necesitaba de sus glosas. Ella indicó que la mujer buena la representaba la abuela; Anita, el mal a vencer. Tenía razón. El inicio de la película muestra a Doña Carmen, la abuela, poniendo orden en el patio de la casa, regaña al nieto juguetón por desobediente y sucio. Mientras ello sucede, la música que proviene del cuarto de Anita, una rumba, es estruendosa. "Pero en realidad la desobediente y sucia es la nieta" recuerdo que dijo mi madre mientras veíamos la película. Y agregó: "afrenta con la música la autoridad representada por la abuela, es lo mismo que hace tu hermana cuando me rezonga". Sus interpretaciones poseían cualidad de axiomas.
Y para mí, Anita sólo poseía cualidades. Su poderío sensual se reconocía en su belleza, coquetería; en el maquillaje que afilaba su rostro, tan abundante como los matices gestuales propios de un personaje pasional, y como las faltas que iba cometiendo: adulterio con Fernando, el hermano del hijo de la abuela, desapego a la familia y los valores delineados en los consejos de la abuela. Esa maldad siempre me atrajo y era reconocible a simple vista en las películas donde las mujeres malas siempre sucumbían a las pasiones igual que al maquillaje vampiresco. Así, la belleza de Anita significaba maldad. Sin embargo, también significó mis primeras indefiniciones existenciales. No era lo mismo verse atraído por ellas que tenerla en casa. Mi madre no podía ser una mujer mala como Anita, a quien seguro azotaría por hacer sufrir a la abuela, si no la detuviera la infranqueable pantalla de televisión, pero se comportaba igual de alegre y bailadora que ella (claro, mi madre no bailaba rumba; sí, en cambio, la música disco de finales de los setenta y cumbia).
En cambio, me parecía mala la abuelita, Doña Carmen. Vestía una coraza, un amplio vestido que únicamente dejaba ver manos y cuello. El manto en la cabeza parecía yelmo; su vestir, rígido como armadura, supongo que para defenderse de la retadora Anita, aunque mi madre me indicaba representaba la bondad y los valores sagrados. De inmediato odié la figura asexuada, circunspecta y de autoridad de la abuela; su sobria manera de hablar, gesticular y caminar. Me parecía que era la misma reina Victoria I de Inglaterra, esa imagen evocadora de una santa patrona vista en mi libro de historia de primaria que enarbolaba como héroes a piratas saqueadores de las riquezas de pueblos costeros caribeños y declaró la guerra a China, que se negó a que se idiotizara a su pueblo con importaciones de opio de Gran Bretaña. Además, traía a mi memoria tragedias actuales: Doña Carmen podría haber sido una de las monjas de mi escuela primaria, regañonas, y que yo odiaba.
Al final de la película Anita me decepcionó. Se le reveló una domesticable conducta, es decir, una pureza interior. Tras la muerte de doña Carmen, ella expió sus culpas con el arrepentimiento, tendida llorando debajo del Cristo de una iglesia. En ese instante mi madre y yo compartíamos también el llanto frente al televisor. En mi caso, por lo que deduje una trágica sordera de Anita. No escuchó el aviso que al inicio de la historia la abuela anunció sobre su muerte de manera explícita con un dejo de lamento. "El día que yo falte no sé qué va a ser de ustedes". En ese momento decidí que no me casaría con una mujer que sufriera de semejantes revelaciones interiores o esquizofrenias, que es lo mismo.
En cambio, desconocía la razón del llanto de mi madre. Entonces sólo pude explicármelo achacándoselo al puro gusto lacrimógeno. Cuando lloraba es que algo andaba bien. Ya de adulto entendí que su llanto se debía a que La abuelita pertenecía al melodrama; el éxito de este género depende de hurgar en los valores sagrados del mexicano como el amor a la patria, la madre, la familia, a partir de las lágrimas. Lo anterior lo comprendí cuando se me reveló mi mirada melodramática de las cosas al dejar de ver el entrañable cine de oro como La abuelita,(donde la mujer oscila entre pecadora, sufrida, pasional y virgen de Guadalupe, como Doña Carmen) y leer libros. Con esto justifico lo que vendrá.
Así, Anita es el blanco del ataque xenofóbico que ve pecados en su masculinización cuando tiene un cigarro entre los labios y en la lasciva alegría de sus caderas que resuenan por una lasciva rumba desde el cuarto de la casa de la abuela. Ello la hace un personaje trasgresor, estereotipo de la prostituta en los cuarenta en el cine.
Nunca encontré, pues, a la mujer mala. Siguen esclavizadas dentro de los melodramas, género del triunfo inexorable del maniqueísmo, retado apenas por películas actuales con visiones complejas de la mujer como Danzón y Entre Pancho Villa y una mujer desnuda. Que mi madre me perdone.